Héctor Samour
Tomado de Agenda Latinoamericana
Por identidad de un pueblo podemos entender lo que un sujeto se representa cuando se reconoce o reconoce a otra persona como miembro de ese pueblo. Se trata de una representación intersubjetiva, compartida por una mayoría de los miembros de un pueblo, que constituiría un “sí mismo” colectivo.
Se puede hablar así de una realidad intersubjetiva compartida por los individuos de una misma colectividad. Está constituida por un sistema de creencias, actitudes y comportamientos que le son comunicados a cada miembro del grupo por su pertenencia a él. En ese sentido, la identidad remite a un modo de sentir, comprender y actuar en el mundo y en formas de vida compartidas, que se expresan en instituciones, comportamientos regulados, artefactos, objetos artísticos, saberes transmitidos; en definitiva, en lo que entendemos por una “cultura”. El problema de la identidad de los pueblos remite a su cultura (Villoro, 1998).
La cultura se puede definir como “la organización social de significados interiorizados por los sujetos y los grupos sociales, y encarnados en formas simbólicas, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados” (Jiménez, 2002, 18-19). Esta definición nos permite distinguir, por una parte, entre formas objetivadas (“bienes culturales”, “artefactos”, “cultura material”) y formas subjetivadas de la cultura (disposiciones, actitudes, estructuras mentales, esquemas cognitivos, etc.); por otra parte, nos hace entender que las formas objetivadas de cultura no son una mera colección de cosas que tienen sentido en sí mismas y por sí mismas, sino en relación con la experiencia de los sujetos que se las apropian, sea para consumirlas, sea para convertirlas en su entorno simbólico inmediato, configurando así su identidad.
Actualmente, la identidad cultural de los pueblos se ve amenazada por los procesos de globalización cultural. En dichos procesos se pueden observar dos tendencias aparentemente contradictorias: por una parte, la tendencia a la convergencia u homogeneización cultural, ligada a la cultura mediática, al mercantilismo generalizado y al consumismo; y por otra, la tendencia a la proliferación y a la heterogeneidad cultural.
La primera tendencia se fundamenta en el hecho de que con la globalización el vínculo entre cultura y territorio se ha ido gradualmente rompiendo y se ha creado un espacio cultural electrónico sin un lugar geográfico preciso. La transmisión de la cultura occidental, crecientemente mediatizada por los medios de comunicación, ha ido superando las formas personales y locales de comunicación y ha introducido un quiebre entre los productores y los receptores de formas simbólicas. La existencia de conglomerados internacionales de comunicaciones que monopolizan la producción de noticias, series de televisión y películas es un aspecto relevante de este quiebre. En virtud de todo esto, algunos interpretan esta tendencia como un proceso convergente hacia la conformación de una única cultura global capitalista o como expresión de un imperialismo cultural (Schiller, 1992).
Como crítica a esta última interpretación hay que señalar que la supuesta existencia y hegemonía de una cultura capitalista global no deben extrapolarse a partir de la mera localización urbana o suburbana de bienes de consumo global introducidos mediante el libre comercio, las franquicias, la publicidad y la inmigración internacional. La omnipresencia de la Pizza Hutt o el Burger King en el ámbito urbano no implica por sí misma la norteamericanización o la globalización cultural capitalista, y mucho menos cambios en la identidad cultural.
Esto no contradice el hecho de que el capitalismo transnacional puede inducir, mediante el concurso convergente de los medios de comunicación, de la publicidad y del marketing incesante, una actitud cultural ampliamente difundida y estandarizada que puede llamarse mercantilista o consumista. En este caso ya se puede hablar de un proceso de homogeneización cultural orientado a la conformación de lo que algunos llaman una cultura del mercado, entendida como “un determinado conjunto de modos de pensar, de comportamientos y de estilos de vida, de valores sociales, patrones estéticos y símbolos que contribuyen a reforzar y consolidar en las personas la hegemonía de la economía de mercado” (Moreira, 2002: 138).
En efecto, la cultura de mercado atribuye a las mercancías un valor simbólico y no sólo la inmediata finalidad de satisfacer una necesidad humana. Se trata de consumir marcas a las cuales se les atribuye un predicado simbólico, “una cualidad inmaterial (más elevada), que no está presente en la cosa misma, pero que constituye su imagen, y que la reviste de un valor económico superior a las demás mercancías” (Moreira, 2002: 138). Esto estimula a las personas a desear más de lo que necesitan para su vida, pues se crea una confusión entre deseo (siempre abierto e insaciable) y necesidades (necesidades humanas básicas, impostergables), y les exacerba una especie de impulso mimético que las lleva a buscar sistemáticamente la identificación con los patrones de vida, comportamientos, gustos y valores de las clases más ricas.
Como consecuencia de la extensión e influjo de esta cultura, se puede observar en importantes segmentos de población de las sociedades occidentales el avance de lo que algunos llaman la “corrosión del carácter” (Sennet, 1999), el sálvese quien pueda y el consumismo más alienante, mientras que, paralelamente, proliferan las crisis personales y la infelicidad colectiva. En la “sociedad del espectáculo” (Debord, 1990) los individuos se relacionan entre sí a través del espectáculo, y en función de éste, configurándose una sociedad de masas, crecientemente atomizada y pasiva. La banalidad y el hedonismo insolidario de la sociedad del “entretenimiento” se consolidan, al mismo tiempo que progresa la decrepitud moral individual y colectiva. Lo anterior crea el caldo de cultivo idóneo para la proliferación de toda suerte de comportamientos asociales, individuales y colectivos.
Ignacio Ellacuría ya nos había advertido sobre esta “malicia intrínseca” del capitalismo, inserta en los dinamismos reales del sistema capitalista: “modos abusivos y/o superficiales y alienantes de buscar la propia seguridad y felicidad por la vía de la acumulación privada, del consumismo y del entretenimiento; sometimiento a las leyes del mercado consumista, promovido propagandísticamente en todo tipo de actividades, incluso en el terreno cultural; insolidaridad manifiesta del individuo, de la familia, del Estado en contra de otros individuos, familias o Estados… La dinámica fundamental de venderle al otro lo propio al precio más alto posible y de comprarle lo suyo al precio más bajo posible, junto con la dinámica de imponer las pautas culturales propias para tener dependientes a los demás, muestra a las claras lo inhumano del sistema, construido más sobre el principio del hombre lobo para el hombre que sobre el principio de una posible y deseable solidaridad universal” (Ellacuría, 1989: 151-152).
No cabe duda de que hay elementos de verdad en la interpretación de la globalización cultural como una tendencia hacia la conformación de una monocultura capitalista a escala global, pero es necesario matizarla, porque la idea de una cultura mundial capitalista, desterritorializada y convergente no considera suficientemente el hecho de que las culturas de los países periféricos no han sido ajenas a los conflictos, las imposiciones, las “colonizaciones”, las disoluciones coercitivas, etc., ya antes de su contacto con la cultura occidental. Todas las culturas tienen un carácter híbrido y están sometidas a imposiciones exteriores, lo que no excluye la existencia de formas propias de recepción, adaptación y resistencia, por lo que se no se puede afirmar tajantemente que la globalización conlleve necesariamente una integración homogeneizadora, ni un proceso de nivelación mundial (Zamora, 2002).
En consecuencia, hay que afirmar que la globalización va siempre acompañada de localización y heterogeneidad. Como dice U. Beck, ‘global’ significa ‘conectado a tierra’, ‘en muchos lugares a la vez’ y, por lo tanto es sinónimo de translocal (Beck, 1998). Roland Robertson (1997) expresa esto mismo con su neologismo “glocalización”, una mezcla de globalización y localización, dos fenómenos que no son mutuamente excluyentes. Si bien es cierto existen formas de homogenización cultural en el mundo actual, ellas nunca reducen las culturas locales a lo “norteamericano” o a lo “internacional”. Robertson critica así las nociones comunes del imperialismo cultural. Éstas asocian, en síntesis, globalización con homogeneización en cuanto occidentalización o americanización del planeta, sin tomar en cuenta las complejidades de los fenómenos culturales involucrados en la globalización.
Además, no es cierto que en nuestras ciudades no se pueda ir a otro sitio que no sea a los centros comerciales. La cultura consumista sólo afecta a una franja reducida de la población urbana, y ni siquiera agota la totalidad de sus manifestaciones culturales. La ciudad latinoamericana es también el lugar de la diferenciación, de la balcanización y de la heterogeneidad cultural. En ella encontramos una compleja yuxtaposición de las culturas más diversas: la cultura cosmopolita de la elite transnacional, la cultura consumista de la clase media adinerada y de los receptores de remesas, la cultura-pop de amplios sectores juveniles, las culturas religiosas mayoritarias o minoritarias, la cultura de masas inducida por complejos sistemas mediáticos nacionales y transnacionales, la cultura artística de las clases cultivadas, las culturas étnicas de los enclaves indígenas, la cultura obrera de las zonas industriales, las culturas populares de las comunidades de origen campesino, las culturas barriales y municipales de antigua sedimentación, entre otras.
Todo lo anterior no significa que la dinámica del capitalismo global no represente una amenaza a la diversidad cultural del planeta. En principio puede afirmarse que la pluralidad y diversidad de identidades culturales pertenece a la forma de ser esencialmente histórica de los seres humanos y que esa diversidad no es eliminable. Esto no significa que las identidades culturales sean realidades estáticas e inmutables. Más bien se encuentran en permanente transformación y contacto. Sin embargo, este argumento no puede utilizarse para minimizar las consecuencias de las formas hegemónicas de contacto cultural. La consecuencia está bien patente en la actualidad: la rápida extinción de muchas lenguas, la destrucción total o parcial de los mecanismos materiales y sociales tradicionales de reproducción, el eclipse de las culturas étnicas y campesinas, la imposición desde posiciones de poder de los patrones culturales de los “invasores” o de los “conquistadores”, como en los casos de Afganistán e Irak.
En el ámbito global, el panorama de la cultura se nos presenta como una inmensa pluralidad de culturas locales crecientemente interconectadas entre sí, aunque siempre jerarquizadas por la estructura del poder, a las que se añaden, también en forma creciente, numerosos y variados flujos culturales desprovistos de una clara vinculación con un determinado territorio. El prototipo de estas culturas desterritorializadas sería el intercambio de bienes, informaciones, imágenes y conocimientos, sustentado por redes globales de comunicación y dotado de cierta autonomía al nivel mundial. Aquí se ubicarían tanto la cultura que corresponde a la cultura de los bienes de consumo de circulación mundial como la que corresponde a la “cultura popular” norteamericana y europea, es decir, la cultura transmitida por los medios de comunicación masiva.
El espacio donde aparentemente se manifiesta con mayor nitidez la globalización es en este último tipo de cultura, es decir, el espacio de los flujos de imágenes, narrativas, dramaturgias, espectáculos, programas musicales, entretenimientos e informaciones transmitidas por las redes mundiales de los media (periódicos, revistas, televisión, cine, etc.). Los mismos artistas, la misma música, las mismas películas y los mismos programas de televisión son difundidos por un grupo reducido de corporaciones trasnacionales y consumidos en prácticamente todos los países del mundo.
Sin embargo, no se puede afirmar que exista una cultura popular global bajo una forma unitaria (Street, 1997). Lo que se presenta como una cultura global no es más que la cultura dominante de ciertas partes del globo a la que no todos los habitantes del planeta tienen igual acceso. Se trata de una cultura que emerge en su mayor parte de lugares específicos del mundo (Estados Unidos y Europa), y es manufacturada y distribuida por corporaciones radicadas en los EE. UU., China, Europa y Japón.
Hay que entender que la globalización cultural no es un fenómeno teleológico, es decir, no se trata de un proceso que conduce inexorablemente a un fin que sería la comunidad humana universal culturalmente integrada, sino que es un proceso contingente y dialéctico que avanza engendrando dinámicas contradictorias. Al mismo tiempo que universaliza algunos aspectos de las sociedades occidentales, fomenta la intensificación de diferencias. Por una parte introduce instituciones y prácticas parecidas pero por otra las reinterpreta y articula en relación con prácticas locales. Crea comunidades y asociaciones transnacionales pero también fragmenta comunidades existentes; mientras por una parte facilita la concentración del poder y la centralización, por otra genera dinámicas descentralizadoras; produce hibridación de ideas, valores y conocimientos pero también prejuicios y estereotipos que dividen.