El asesinato del joven sacerdote Walter Osmir Vásquez Jiménez, ocurrido el Jueves Santo pasado, no deja de causar sorpresa e indignación, condena y repudio.
Y es que nos parecía imposible que la intolerancia y la maldad de unos pocos salvadoreños sea capaz de seguir tiñendo de sangre el territorio salvadoreño al cegar la vida de gente buena, de gente dedicada a las cosas de Dios.
Los asesinos del sacerdote Vázquez Jiménez, más allá de que no crean en la justicia divina y que se burlan de la justicia del hombre, deben saber que al cometer semejante asesinato también le han dado un duro golpe a la feligresía católica salvadoreña.
Cada cristiano católico, independientemente de su estatus, debe repudiar este crimen y contribuir, junto a sus líderes religiosos, para que el país vaya erradicando esas manifestaciones de violencia.
En El Salvador no debe morir ni un hombre o mujer de bien. Cada uno de los salvadoreños debe procurar que la gente buena viva en un clima de tranquilidad.
No se debe permitir que El Salvador se convierta, como a finales de los años 70 y principios de los 80, en el país de asesinos de sacerdotes.
La muerte martirial del arzobispo Oscar Arnulfo Romero debió ser el último hombre de Dios asesinado por las fuerzas torcidas de la derecha política y oligárquica del país.
Los criminales le apuestan a larga impunidad que impera en el país, pese a los esfuerzos de las autoridades. Pero el caso del sacerdote Vásquez Jiménez debe romper esa peligrosa realidad.
De ahí que nos satisface el anuncio que hizo recientemente el director de la Policía Nacional Civil (PNC) Howard Cotto, que las investigaciones iban avanzadas.
Y es que la muerte del joven sacerdote no debe quedar en la impunidad. Y el esclarecimiento de su caso debería servir también para erradicar todas las estructuras de la zona para dejar un país tranquilo y en paz al pueblo salvadoreño, que tanto se lo merece.