José María Vigil,
Pedro Casaldáliga
En unos países más, en otros menos, a lo largo y ancho del Continente latinoamericano esta temática agita con fuerza y a veces con pasión la opinión pública, el diálogo social e incluso los debates parlamentarios y legislativos. Es uno de los temas del momento: el «género».
No es un problema de las mujeres, ni tampoco de los varones, sino de los fundamentos mismos de nuestra conducta social: esos modelos o paradigmas sobre los que, aun sin saberlo, estamos asentados, principios filosóficos, religiosos, costumbres, símbolos… antiguos, incluso ancestrales…
Es la cuestión del «género», esa construcción social que ahora vemos con más claridad que no hay que confundir con la sexualidad, aunque esté muy ligada a ella. La «teoría de género» es sólo un instrumento conceptual, proveniente de las ciencias sociales, que describe y analiza críticamente la construcción sociocultural del patriarcado, sistema que, estructuralmente, asigna menos valor y poder a la mujer. Bienvenidas sean todas las herramientas cuando se trata de analizar multidisciplinarmente los problemas y de buscarles la mejor solución. Es un instrumento relativamente nuevo, y sobre todo crítico: ha sido elaborado precisamente por las víctimas, en un ejemplo de toma de conciencia y compromiso que ayuda a descubrir y a analizar el problema. Siempre dijimos que los oprimidos tienen el «privilegio hermenéutico» de interpretar e intuir mejor de dónde de vienen las raíces de la opresión que sufren, lo cual es un motivo mayor para atenderlo.
La cuestión de género no deja indiferente a nadie. Toca fibras íntimas de nuestra psicología y de nuestra conciencia sexual y de vida familiar. Conmueve también los cimientos de las Iglesias, que quizá demasiado tiempo han estado de espaldas a esta problemática, sentadas inconscientemente sobre el antifeminismo y el antisexualismo que venían muy adentro del «paquete filosófico» (ajeno, platónico sobretodo, de desprecio del cuerpo) propio de la cultura occidental.
Debíamos haberlo afrontado hace tiempo, y debemos afrontarlo ahora, sin más demora. También nuestra Agenda quiere aportar su grano de arena, desde la metodología de la educación popular: ha de ser posible dialogar, descubrir los condicionamientos ocultos, afrontarlos con humildad, abrirnos al cambio, sin por eso perder el equilibro.
En primer lugar se hace necesario reconocer la desigualdad inveterada a la que ha sido sometida milenariamente la mujer, el antifeminismo de buena parte del patrimonio simbólico occidental judeocristiano, tradicionalmente androcéntrico, así como la complejidad de nuestras identidades, más allá de lo simplemente biológico dual.
La igualdad es un derecho humano, y ya dedicamos la Agenda hace dos años al tema de la desigualdad económica. Pues bien, la «igualdad de género» también es un derecho humano fundamental. No necesita ser «igualitarismo», no debe serlo; puede ser equidad, en alusión sobre todo a las medidas de «discriminación positiva» que sean necesarias en un determinado momento social para reconducirnos a la igualdad, una igualdad que no es un derecho aislado o abstracto, sino que incluye el derecho a la dignidad, a las oportunidades sociales, al respeto, al trabajo, al mismo salario…
La igualdad de género es cuestión de justicia, y como tal, es innegociable, y debe ser universal. No hace falta ser mujer, o tener una identidad sexual determinada, para asumir esa bandera: todo ser humano debe hacer suya la Causa de la igualdad de género.
Las Iglesias por su parte no pueden eludir la cuestión de género, ni en la sociedad ni en su propio interior. Jesús apostó claramente por la inclusión de todas las personas, y su Utopía de Justicia, que llamaba Reino, es símbolo de la inclusión mayor. Para todo existe una jerarquía de verdades y de valores, y en ella la Justicia tiene precedencia sobre cualquier justificación filosófica o teológica, así como sobre la simple tradición. Mientras haya personas discriminadas por su condición sexual, la teología feminista de la liberación tendrá sentido.
Calificar la teoría de género como «ideología» es en realidad un intento de demonizar gratuitamente toda una nueva comprensión de los derechos humanos que está madurando en la conciencia de la humanidad y que exige nuevas relaciones sociales; llamarla «ideología» para intentar reducir su verdad y su justicia, es una conocida artimaña ideológica. Con el Evangelio en la mano, nos atrevemos a decir que todo discurso religioso que justifique la inferiorización de la mujer o cualquier otra injusticia de género, funge como ideología de género.
En el fondo, la igualdad de género se corresponde con una nueva visión, que se nos impone tras el estudio y la revisión cuidadosa de los paradigmas, mitos, filosofías… que arrastramos acumuladamente desde épocas ancestrales… Es un período de varios milenios lo que está concluyendo ahora. El cambio de visión que está en marcha es profundo, y ha de ser acogido con un sentido tanto crítico como positivo y participativo.
Estemos a la altura de este momento histórico. No deja de haber peligros, y siempre son posibles las exageraciones; por eso mismo debemos hacernos presentes en el debate social, para contribuir a la construcción de una justicia social plena y al respeto de los derechos humanos de todas las personas, sin distinción por su condición sexual. Efectivamente, es cuestión de justicia y de nueva visión.