Luis Armando González
Por muchas razones, las palabras suelen ir perdiendo espesor y sentido. Sin duda, el uso influye en ese desgaste, pero también la ligereza, la mala voluntad, el afán de manipular a otros, las modas y la falta de rigor. De ahí que sea importante estar vigilantes al uso que se hace de las palabras, tratando de que su desgaste no impida atinarle a aquello a lo que ellas se refieren, y para lo cual son útiles siempre y cuando nos lo “recorten” de la mejor manera.
A propósito de lo anterior, hace ya varias semanas un académico salvadoreño manifestó su disgusto en las redes virtuales (“redes sociales”) por un calificativo que se había dado a los pandilleros. No recuerdo si fue porque se los calificó como “ejército de moscas” o de otra forma animalesca, pero mi colega salió al paso diciendo que se trataba de “jóvenes en conflicto con la ley”. Sin duda, lo hizo de buena fe, y movido por el rechazo a quienes animalizan a otros seres humanos. Comparto con él ese rechazo.
Sin embargo, me parece que la visión del colega no es la correcta, y pienso que estará de acuerdo conmigo si le explico que si él, yo (o cualquiera) se encuentra con pandilleros armados (sin importar que sean jóvenes), que pretendan apropiarse de algo que sea nuestro, ellos no tendrán ningún reparo en despojarnos de ese bien e incluso de asesinarnos. Quien así obra es un criminal peligroso. Llamarle “jóvenes en conflicto con la ley” no sólo diluye su enorme peligrosidad, sino que impide verlos como lo que son: peligrosos criminales que deben ser enfrentados por el Estado con todos los recursos a su disposición, naturalmente que en el marco de la ley.
Con un tema distinto (la aprobación de un incremento al salario mínimo en El Salvador a partir de 2017), pero siempre en la línea de usar indebidamente las palabras, un matutino anotaba en una de sus portadas del finales de 2016: “Crece emergencia por alza salarial”.
¿Emergencia? ¿Para quién o quiénes? Obviamente que no para los sectores laborales, beneficiados con el incremento y para los cuales se trata de una buena noticia. Quizás para algún segmento del empresariado, ese que se expresa principalmente en la ANEP. En todo caso, era más apegado a la realidad decir “Malestar en un sector del empresariado por aumento salarial”, pues aunque la ANEP esté viviendo ese incremento al salario mínimo como una “emergencia” (la psicología de sus miembros da para eso y más), la rentabilidad empresarial no está en juego ni tampoco su riqueza.
Leo un escrito de Umberto Eco –“Cuando decir es hacer” (2004)— en el cual afirma que “usar una palabra en lugar de otra cuenta mucho”, y reflexiona sobre los usos de palabras que estaban en boga a inicios del 2000: “resistencia” (aplicado a la resistencia iraquí en contra de EEUU, con el subsiguiente malestar de quienes se negaban a ello) y “guerra civil” y “terrorismo”. Para Eco es importante distinguir un fenómeno del otro, pese a que en la realidad se puedan mezclar. Y dice:
“En las guerras civiles y en los movimientos de resistencia se sabe quién es y dónde está (más o menos) el enemigo; con el terrorismo no: el terrorista puede ser incluso ese señor que se sienta a nuestro lado en el tren. Lo cual significa que guerras civiles y resistencias se combaten con choques directos y rastreos, mientras que el terrorismo se combate con servicios secretos. Las guerras civiles y las resistencias se combate in situ, el terrorismo se debe combatir en cualquier lugar, allá donde los terroristas tengan sus santuarios y sus refugios”.
En el caso de El Salvador, llamar a los criminales por su nombre y entender bien la naturaleza y fines de sus acciones es necesario para que no haya confusión acerca del modo de hacerles frente. Eco lo apunta con sencillez y claridad:
“Supongamos que alguien… se niegue a llamar atraco a mano armada el asalto a un banco y prefiera hablar de robo con destreza. Pues bien, el robo con destreza se combate con algún agente de paisano que hace la ronda en las estaciones y en los lugares turísticos… mientras que para defenderse de los atracos a los bancos contra enemigos aún desconocidos son necesarios los sistemas electrónicos y cuerpos especiales de operaciones. Por lo tanto, elegir el nombre equivocado puede parecer reconfortante, pero induce a elegir remedios equivocados… Así pues, habría que usar los términos técnicos cuando es preciso, sin sucumbir a presiones o chantajes”.
O sin sucumbir a modas intelectuales que pretenden ser “políticamente correctas” a expensas de la dureza y complejidad de la realidad. O sin sucumbir a la tentación de manipular a otros con fines políticos o ideológicos, aunque eso sea al precio renunciar a llamar a las cosas por su nombre: por ejemplo, en un matutino se exponen –tal como dice el periódico— imágenes de la guerra civil (LPG, 13 de enero de 2017, p. 26). En el pie de una fotografía de una tanqueta con soldados se lee: “Blindados. Vehículos del Ejército llenaron las calles de la capital tratando de ganar confianza en la población, durante el fin de semana en que se desató la ofensiva”. Después del asesinato de los jesuitas, hacer tal afirmación es falsear la realidad. Esas tanquetas en las calles no estaban ahí, ni antes de la ofensiva de 1989 ni durante la misma, para “ganar confianza en la población, sino para amedrentarla y reprimirla.
En una edición posterior del mismo matutino (LPG, 16 de enero de 2017) se lee, en la portada: “Poma: ‘necesitamos construir un país de oportunidades’”. Oportunidades, ¿para qué? ¿Para ser ricos, como él, o para tener una vida digna? Lo primero es imposible, además de indeseable como ideal de vida. Lo segundo, deseable, pero difícil, precisamente porque hay quienes –como los ricachones— tienen mejores condiciones de partida para contar con mejores oportunidades que otros –como por ejemplo, los obreros que ahora pelean por asegurar el incremento al salario mínimo. Es decir, las oportunidades no se reparten a granel, a forma tal que las pueda tomar quien quiera, sin importar las condiciones en las que se encuentra: un hijo de rico tiene más oportunidades (y puede aprovechar mejor las oportunidades que se le ofrecen ya desde la cuna) que un hijo de campesino o de obrero. Sólo los ricos ignorantes o sus ideólogos (y son muchos, no importa dónde hayan estudiado o los títulos de los cuales presuman) creen lo contrario.
En fin, las palabras cuentan, pese al uso abusivo que se suele hacer de ellas desde siempre, aunque quizás ahora de forma mucho más generalizada. Por eso, en décadas pasadas –que a estas alturas se sienten muy lejanas— un cantante mexicano (José José) dedicó una senda melodía a desgranar las diferencias existentes entre “querer” y “amar” (También en El Principito se establece una diferencia entre ambos sentimientos: querer es tomar posesión de algo, amar es desear lo mejor para el otro). Otros, con vos desgarrada y sentimiento intenso (Chavela Vargas, José Alfredo Jiménez) nos hablaban en sus canciones de la traición, el olvido y el silencio. Y también ha habido quienes le han cantado con dulzura a la amistad (Roberto Carlos, Alberto Cortez).
Y es que una cosa es escribirle a alguien las letras “TQM”, otra “Te quiero mucho” y otra “Te quiero”. Decir “Te amo” es hablar de ligas mayores… para quien sabe que las palabras son importantes. Y en esta línea, escribir (o decir) “Te quiero como amigo” tiene una contundencia que sólo los menos precavidos no suelen vislumbrar.
Como quiera que sea, quienes no dan importancia a las palabras tampoco le dan importancia a la realidad. De ahí los desaciertos, la incapacidad de mirar hacia el futuro, el inmediatismo y el simplismo maniqueo.