José M. Tojeira
La historia salvadoreña del siglo XX está plagada de autoritarismo y responsabilidades militares en crímenes muy graves que han ido quedando mayoritariamente en la impunidad. Es necesario hacer un recuento de esos crímenes en estos momentos en que la Fuerza Armada está en una época evolutiva, jubilando a quienes combatieron en la guerra e incorporando a un buen número de oficiales que nunca combatieron o que nacieron después de la firma de la paz. Y es necesario para que la Fuerza Armada cambie radicalmente una tradición demasiado larga que aún manifiesta algunos coletazos de impunidad y prepotencia. Que la Fuerza Armada pida institucionalmente perdón por los crímenes del pasado, explicitando algunos de los mismos, ya abundantemente comprobados e incluso en algunos casos condenados parcialmente, es una deuda actual que más allá de diferencias ideológicas debíamos apoyar todos. No es suficiente con que lo haga el presidente de la República, como lo demuestra el mantenimiento de figuras y símbolos de la Fuerza Armada que glorifican a personas vinculadas con crímenes de lesa humanidad. Pedir perdón institucionalmente es necesario tanto para corregir estilos de prepotencia que se mantienen todavía hoy como para dar plenamente garantías de no repetición.
Previamente a la guerra civil salvadoreña hubo un largo espacio de gobiernos militares. Destaca en ellos la masacre de 1932. Bajo la sombrilla del PCN diversos gobiernos militares desarrollaron fraudes y llevaron a cabo diversas acciones represivas tanto de la organización popular como de la libertad de pensamiento y expresión. El golpe cívico militar de 1979 intentó evitar la guerra civil, pero fue desbordado tanto por movimientos de izquierda partidarios de la lucha armada como por los hábitos represivos de un ejército y unas fuerzas policiales militarizadas acostumbrados al uso de la violencia para aplastar cualquier reivindicación ciudadana. Estos últimos además contaron con el apoyo y las alianzas de un fuerte sector empresarial que se sentía amenazado por los reclamos de los sectores populares.
Las distintas juntas cívico militares (hubo al menos tres) que gobernaron entre el 15 de octubre de 1979 y el 2 de mayo de 1982 nunca controlaron al Ejército que cometió durante esos años las peores masacres de la historia de El Salvador. El gobierno provisional de dos años de Álvaro Magaña tampoco controló el Ejército ni las policías militarizadas. Durante su época de gobierno continuaron una serie de masacres como el Calabozo, Tenancingo, Copapayo y otras más. El gobierno del presidente Duarte tampoco controló el Ejército. Continuó habiendo masacres e impunidad durante su gobierno. El Ejército continuaba prescindiendo de la presidencia incluso a la hora de enviar armas a la “contra” nicaragüense a través del aeropuerto militar de Ilopango. Durante el gobierno del presidente Cristiani una tanda de la Escuela Militar, la de 1966, llegó a tener un control inusual y casi absoluto de la Fuerza Armada, asegurando todavía más la impunidad y la arbitrariedad de la institución. El caso Fenastras y el de los jesuitas son los mayores exponentes, durante los dos años que la “tandona” dirigió la guerra, de la actividad terrorista y criminal del Ejército.
En este contexto, los juicios emprendidos contra militares, tanto los del comienzo de la etapa de guerra (Mozote), como el de los jesuitas y sus colaboradoras hacia el final de la misma, deben conseguir además de la individualización de los autores intelectuales y su condena judicial, el establecimiento de una verdad: La Fuerza Armada albergó, otorgó impunidad y protegió en su seno a demasiados autores de crímenes de lesa humanidad. Y por tanto nuestro Ejército como institución debe desmarcarse de esa realidad del pasado tanto pidiendo perdón institucionalmente al pueblo salvadoreño como estableciendo un código ético que impida que militares vinculados a crímenes contra la población civil puedan ser honrados en sus filas.
Esto es tanto más necesario cuanto han continuado hechos que muestran todavía hoy en la Fuerza Armada una perniciosa autonomía frente al poder civil y sus instituciones.