Chencho Alas
El pasado miércoles 7 de marzo el papa Francisco nos dio la gran noticia que muchos de nosotros esperábamos: el beato Oscar Romero, el obispo de los pobres, va a ser elevado a la gloria de Bernini, va a ser canonizado.
La idea que se tiene es que el mártir sufre la muerte por defender una religión o creencia. En mayo del 2015, dos años después de su elección, el papa Francisco reconoció la condición de mártir de Romero “por odio a la fe” y abrió el camino para su beatificación y posteriormente su canonización.
La mayoría de nosotros salvadoreños somos cristianos, ya sea católicos o evangelistas. Muy pocos confiesan ser ateos y un número muy pequeño manifiesta odio a la fe. ¿Cómo se puede entonces interpretar la afirmación del Papa de que San Oscar Romero murió “por odio a la fe”? Creo que para responder a esta pregunta tenemos que ir a la Biblia y de manera particular a los evangelios, al mensaje de Jesús.
Leemos en el evangelio de San Mateo 22, 35-38, que los fariseos querían a toda costa hacer caer en contradicción a Jesús y restarle el aprecio de las masas. Un doctor de la ley, fariseo, le hizo la siguiente pregunta para tentarle: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley? Él le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el gran mandamiento, el primero. Pero hay otro muy parecido: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Toda la Ley y los Profetas se fundamentan en estos dos mandamientos.” Estos dos mandamientos son inseparables, constituyen la esencia de la fe. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. El papa Benedicto XVI lo explica magistralmente: “La misma Persona de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor de Dios y del prójimo, como dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal”.
San Oscar Romero amó al prójimo siempre, pero de una manera particular lo manifestó en sus últimos tres años y medio de servicio en San Salvador. Como todos los profetas, su arma favorita fue la palabra ya sea desde el púlpito o desde la radio denunciando las opresiones, las injusticias que sufrían los más pobres, particularmente los campesinos y los habitantes de barriadas. No le fue fácil comprometerse con el destino de los pobres. De antemano sabía, al igual que Jesús, que una decisión semejante le iba a llevar a enfrentar a los ricos, a los militares, al gobierno del país y lo peor de todo, a la mayoría de sus hermanos obispos.
El 20 de marzo de 1977, con ocasión de la misa única en catedral para celebrar el martirio del P. Rutilio Grande, Mons. Romero, frente a cien mil y más feligreses, se comprometió a ser el profeta que necesitaba el pueblo. “El profeta es como el alma del pueblo, conoce sus angustias y presiones y lleva la esperanza de Jesús muerto y resucitado a todos (Iglesia, Tierra y Lucha Campesina, José Inocencio Alas, p. 266).” “Aceptó algo más que el martirio. Desde entonces comenzó a vivir las angustias y las esperanzas de El Salvador. Hizo suyo el llanto de la viuda, el pan que pide el huérfano, la libertad que busca el joven, la lucha de una nación, y le dio la trascendencia que le viene del Reino (ibídem, p. 266). Mons. Romero se bañó en el pueblo, se hizo pueblo, fue como su segundo bautismo (ibídem p. 267).
Tiene razón el papa Francisco, la muerte de Mons. Romero, 24 de marzo de 1980, se debió a su respuesta al Evangelio que nos exige el amor al otro, al prójimo, a todos los prójimos. En su caso, el amor a los pobres, a los oprimidos, lo llevó a enfrentarse a los poderosos de su tiempo. Este año Mons. Romero va a ser elevado a la gloria de Bernini. Me pregunto, ¿en cuánto ha cambiado El Salvador? La respuesta la tenemos en las elecciones del domingo pasado, día en que ganó el partido político fundado por d’Aubuisson, el autor intelectual del asesinato de nuestro santo.
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