Izaac Aguilar Ramírez,
Tomado de Agenda Latinoamericana
Para los empobrecidos de nuestros países latinoamericanos cada día se hace más difícil ser un sobreviviente. La búsqueda de una vida digna es una lucha constante. Más allá de los enormes problemas ecológicos o económicos que llenan asiduamente los titulares de los noticieros, los desposeídos ven como el tiempo pasa y la comida, la medicina, la ropa… no llegan. Pese a que se trabaja, y se lucha constantemente las necesidades esenciales no son satisfechas, sin importar cuanto se trabaje, simplemente el dinero no alcanza. La recreación, la educación universitaria o la vivienda son prácticamente inalcanzables para las grandes mayorías en nuestro continente.
Es una realidad constante y cruda que día a día provoca la muerte de miles de personas: niñas y niños, hombres y mujeres, ancianos y ancianas que terminan sus vidas en una indolencia, casi absoluta, por parte del resto de la humanidad. Esta realidad que por cruda y constante se ha convertido en cotidiana, ha creado en la conciencia social una especie de “costra” que ha hecho que, junto al luchar por la sobrevivencia diaria, las malas noticias sean ya un hábito. Nada nos sorprende. Esta costra en nuestra conciencia simplemente nos hace indiferentes a los que mueren de hambre, a los que son asesinados, a las violaciones de todo tipo, al mundo que se cae a pedazos.
Y si, ciertamente la humanidad a través de la historia ha mostrado su capacidad de sobrevivir, incluso a desastres increíblemente enormes, esto, a lo mejor, nos ha hecho arrogantes, apáticos ante los monstruosos hechos que ven nuestros ojos día a día. Veamos atrás y observamos solo algunos números: Entre la Primera y Segunda Guerra Mundial: 160,000,000 de muertes; ente las Invasiones Mongolas y las Guerras del Opio: 120,000,000 de muertes; entre las Grandes Hambrunas de 1770 y 1943 en Bengala: 13,000,000 de muertes; de la Peste de Justiniano (pasando por la Peste Negra, la Gripe Española, la Gripe Asiática, la Gripe de Hong Kong, el VIH) al COVID-19: 287,380,000 MUERTES… Los datos suelen ser fríos porque son solamente números, pero lo realmente preocupante es la costra indolente en la humanidad.
Siendo docente de adolescentes, en mi barrio marginal de Guatemala, les planteaba el siguiente ejercicio mental a mis estudiantes: imaginen que todos los ataúdes de los fallecidos (200,000) por el conflicto armado interno de nuestro país (por ejemplo) están colocados uno al lado del otro en un inmenso salón de velatorio, ¿De qué tamaño sería el salón?, ¿Cuántas viudas y huérfanos habría? ¿Qué espacio se necesitaría en la tierra para poder enterrarles? Un ejercicio mental de fácil resolución con una simple calculadora escolar y que daban simples y fríos números por respuestas.
Sin embargo, las respuestas obtenidas en su mayoría eran de asombro y, sobre todo, de esperanza, porque estos rostros adolescentes se ensombrecían al imaginar la fuerza de la muerte y después, la solidaridad de las gentes, de sus gentes. Porque en algún giro mental del ejercicio, esos muertos se volvían sus muertos, nuestros muertos y dejaban de ser números. La barrera de los datos fríos se derretía ante el calor de la solidaridad, de la empatía.
Seguramente los datos brindados anteriormente sobre nuestra historia humana han logrado estremecer a más de alguien y eso es parte fundamental de la resiliencia humana. Porque cuando hacemos nuestros los muertos de nuestra historia y nos duelen, estamos en proceso de ser más sobrevivientes que nunca, de ser menos indiferentes y más humanos. Porque cuando nos duele la muerte de algún ecologista o activista social, de algún líder indígena, de algún revolucionario, de algún religioso, de alguien desconocido… estamos quitando esa costra de nuestro ser social. Y cuando cae esa costra, la humanidad avanza, vuelve a la vida, renace la esperanza, se es sobreviviente y se lucha por el pan, la medicina, la escuela; y no solo la mía, sino la nuestra, la de todos y todas.
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