René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Ser un indigente de las palabras subsumido en el realismo mágico-sociológico –ser un escribiente por desesperado instinto de sobrevivencia, como me defino a mí mismo en la soledad de mi mano- es ser un auténtico peleador callejero de las metáforas, de modo que ambos sujetos (indigente de las palabras del realismo mágico-sociológico y peleador callejero de las metáforas; peleador callejero e indigente de lo mágico-sociológico) son la misma persona, pero en espacios diferentes. Ni más ni menos. Esos dos actos tremendamente humanos que nos hicieron dejar atrás el reino animal (escribir y pelear; pelear y escribir) son una especie de condena eterna o de tatuaje de vida que quienes los tenemos impresos en la piel, la conciencia y los puños, jamás nos podremos borrar, ni los podremos evadir, porque ambos provienen del hecho de que el peleador callejero y el indigente son lo que son porque no pueden olvidar, y entonces ya no importa si escribimos o peleamos bien o mal, ya no importa si perdemos o ganamos, ya no importa si nos vitorean o nos abuchean hasta el punto del linchamiento público, porque tanto en la calle como en la página en blanco lo que vale es la pelea en sí, lo que vale son las palabras en sí y lo que pregonan; lo que vale es el valor de enfrentar al adversario porque se ha sabido cómo amarrar al demonio del miedo… y en lo salvaje que son ambos cuadriláteros (la calle y la página en blanco), no hay reglas ni empates, no hay normas ni protocolos, pues en ambos casos nos enfrentamos con el adversario más feroz y más contundente que pueda haber: la realidad… y ella nos atacará con manos, piedras, dientes, palos, balas, puñales, escupitajos, insultos y uñas; y ella nos escupirá la cara, nos jalará el pelo, nos morderá la mano, nos restregará en la cara su mala suerte para que se nos pegue; nos tirará tierra en los ojos para cegarnos y para ganar la ventaja definitoria sobre nosotros, ya que no podremos adivinar de dónde saldrá el próximo golpe que nos derribará. Pero tanto en las peleas callejeras con las metáforas, como en la escribidera quijotesca, lo realmente importante para los indigentes es levantarse del suelo y seguir peleando contra el frío… seguir escribiendo y denunciando las buenas nuevas y las viejas malas, aunque nadie nos escuche porque no tenemos un buen patrocinador o un buen manejador.
Cuando se sale a las calles mugrientas de una ciudad que se puede amar y odiar al mismo tiempo, de una ciudad que puede ser familiar y extraña al mismo tiempo sin que eso genere una paradoja en la Física Teórica; cuando nos enfrentamos a la página en blanco que nos mueve sus renglones para confundirnos; o cuando nos enfrentamos a la página en blanco a la que le queremos poner renglones torcidos –o de la que somos nosotros, los indigentes, sus renglones torcidos- sólo sabemos dos cosas: que la pelea será tan inevitable como cruenta; tan cruenta como cotidiana; tan cotidiana como agotadora; tan agotadora como sin límite de caídas; y sabemos que en esos dos cuadriláteros idénticos (página en blanco y calle; calle y página en blanco) no hay dónde putas esconderse del enemigo; no existen caminos para la huida oportuna; no hay quien, benévolo, nos dé una cuenta de protección o nos rece un Padrenuestro al oído, por lo que rezar o ser rezado sólo sirven si se sabe pelear o se sabe escribir, pues, de no ser así, ese rito mágico-religioso de encomendarse a otro es sólo eso: un rito inútil del conformismo al que sólo recurren los cobardes o los reaccionarios. En esos dos cuadriláteros tenemos que exhibir, al desnudo y frente a todos, lo que realmente somos y por quienes lo somos; tenemos que salir a exhibir, al desnudo y frente a todos, lo que realmente pensamos y queremos y por quienes lo queremos, porque en la pelea callejera del escribir importan tanto las palabras que se dicen como las que se callan, debido a que las últimas son los silencios que sustentan las convicciones más profundas; porque las últimas son, en verdad, las palabras más pensadas que jamás serán dichas por venérea vergüenza.
Tanto en las calles -de una ciudad sin ciudadanos cabales y con un patrimonio cultural que quiere renacer- como en la página en blanco de un indigente de lo mágico-sociológico, sólo estamos nosotros y nuestro adversario: la realidad, ese peleador sucio y perverso que tiene mañas centenarias y pregoneros vocingleros comprados con alpiste germánico. Y tanto los fanáticos como los lectores no saben, ni sabrán jamás, qué es lo que pasa por la mente del peleador callejero o la del indigente de las palabras cuando uno está por salir a pelear o el otro está intentando escribir el último punto y coma; y tanto los fanáticos como los lectores no saben, ni sabrán jamás, qué es lo que pasa por la mente del peleador callejero o del indigente cuando están siendo apabullados; o cuándo el uno está tirado en la calle escupiendo sangre e intentando levantarse; y cuándo el otro está siendo abrumado por el silencio de la ausencia de letras e ideas nuevas; ellos no saben cómo hicieron luchador e indigente para vencer sus miedos inmensos, o cómo hicieron para atar a sus demonios más perversos; cómo hicieron ambos para hallar la fuerza o la claridad suficiente para salir a luchar de nuevo; ellos –los fanáticos y los lectores; los lectores y los fanáticos… los dos- sólo observan sedientos desde la seguridad que da la distancia más prudente para convertirlos a ambos en sus héroes favoritos o en sus villanos más despreciados, ya que esos dos títulos, igualmente crueles y efímeros, son los únicos trofeos que se pueden ganar en la pelea callejera con las metáforas o en la escribidera quijotesca de la indigencia.
Y entonces, ya cuando la realidad nos ha dejado sin dientes o nos ha dejado sin neuronas coherentes es cuando alguien se asoma de puntillas y nos pone al alcance el elixir resucitador del compromiso social que nos levanta del suelo y nos hace seguir luchando y seguir escribiendo, porque hemos llegado a comprender que la responsabilidad más importante que tenemos es con quienes vienen detrás de nosotros y no con quienes ya murieron o se dieron por vencidos o simplemente huyeron despavoridos por las sendas de la apatía o el consumismo o la sumisión extrema.