EL PORTAL DE LA ACADEMIA SALVADOREÑA DE LA LENGUA.
INDIO SACRISTÁN
Por: Eduardo Badía Serra
Director de la Academia Salvadoreña de la Lengua
Pese a todas las prohibiciones de la Nana, para la india, Don Juan García era el elegido. Don Juan García era el sacristán, y en ello precisamente radicaba la dificultad. Por tal condición, las malas suertes que le anunciaba la vieja Nana no precisaban comentario.
De nada servían las anticipaciones que le hacía al cura para que pusiera en orden al indio sacristán. Más bien, parecía que el viejo gachupín se gozaba de hacerse el desentendido.
Tampoco servían de mucho las reprimendas del Tío Inocente, el gran hilador y tejedor de la comarca, viejo sabio nahua invocador de Yoalli Echécatl, conocidísimo por su habilidad para echar suertes.
La Nana recurría entonces al referente del relato de las malas historias de los antepasados, evocando otros tiempos y anunciándole sólo las cosas que le habrían de pasar si persistía en el afán de fijar sus ojos en el barcino del sacristán, remeloso y pícaro, protegido del cura gachupín, quien se gozaba del gusto de sólo ver que la india, entera y pura todavía, toda ella sabrosa y saltona, no le regateaba las más mínimas miradas ni los más sensuales de sus contoneos.
La india, al escuchar tales cosas, no dejaba de preocuparse y se quedaba a ratos pensativa y confusa.
Ya le auguraba la Nana, preocupada por el futuro de la joven, que si “probaba” se iba a tullir y a morir de mala muerte. Pero tenía tan poca edad y tanto que vivir que al rato se volvía a las jugarretas del indio sacristán prestándose con gusto al coqueteo.
La Nana le reconvenía, previniéndole que le podía suceder lo que a las cichuapipiltinas, que se morían del primer parto; o lo que a Cichuacóatl, que en la noche andaba siempre voceando y bramando en el aire, vestida de blanco, con aquellos flamantes cornezuelos saliéndole de los cabellos y cruzándole la frente, con su cuna a cuestas como quién trae a su hijo en ella, confundiéndose entre las mujeres del tianguis para luego desaparecer y dejar allí la cuna como olvidada para que las otras mujeres miraran lo que en ella había y encontraran un pedernal como hierro de lanzón de los que se usan para matar a los que se sacrifican, dándose cuenta entonces que quien allí había estado no era otra que Cichuacóatl, que dejó tales cosas para irse a vagar por los aires con las otras Cichuacóatl, y a andar por las encrucijadas de los caminos haciendo daños y metiéndole los demonios a los niños, por lo que las gentes tenían que pasar regalándoles mariposas, conecuillis y tamalejos para que dejaran de molestar y estuvieran contentas.
Y todo por meterse con don Juan García, el indio sacristán. Un día, desesperado por la insistencia del indio sacristán, cuyo acoso sobre su india se volvía cada vez más continuo y sutil, la Nana la llevó donde Francisco Chalán, el brujo adivino, para que le leyera los signos escondidos en el cuerpo que se le habían introducido por sus continuos regateos. Chalán tomó la mano de la india, la palpó suavemente en su dorso, observó profundamente sus líneas, buscó adivinar en sus miradas escondidas, intentó esclarecer sus pensamientos, y luego de todo, le previno su futura mala suerte:
Sólo malos nahuales le esperarían, de continuar fijando ilusiones en tan infortunado macehual. Siempre que nacía una criatura, le avisaban al brujo Chalán. Este anotaba el día del nacimiento, iba a casa de los padres del niño, saliendo entonces la madre con él en brazos y presentándoselo. Este se iba con ellos detrás de la casa, al solar, y estando allí invocaba al mismo demonio, el cual aparecía con la figura del nahual correspondiente al día del nacimiento. Si la india persistía en la infortunada compañía del indio sacristán, sólo malos nahuales le tocarían, la culebra, el lagarto, el sapo, el gusano, el cuervo, el tacuatzín, el zopilote o el murciélago, siendo el castigo el que el nahual andaría eternamente molestando, atormentando a la madre y al niño, sin que hubiere posibilidad de redención o perdón.
Al regreso de la visita al adivino, la india permaneció callada veinte días y veinte noches, sin salir a ningún lado ni hacer trabajos de ninguna naturaleza. A ratos se volvía melancólica, se retorcía en el petate, fijando sus ojos hacia arriba y quedándose como inerme….. El brujo Chalán….. las reprimendas del Tío Inocente….. las malas suertes de la Nana…..Y todo por ya querer al indio sacristán, que con su sonrisa libidinosa se acercaba por los alrededores para inquirir por lo que sucedía.
La Nana visitó de nuevo al cura para observarle la persistente mala conducta de su sacristán, rogándole que lo volviera al buen camino y le retornara la tranquilidad a su pequeña india. No se explicaba la Nana como podía consentir el cura tanta bellaquería del barcino sacristán, que llevando el catecismo en la mano buscaba enredar a su sencilla india entre los lazos que tanta calma y sutileza le habían ido tendiendo.
Pero de nuevo, el cura gachupín seguía desatendiéndose del asunto.
Al regreso, la encontró acurrucada frente a una enorme piedra cerca de la casa, sonriendo levemente pero siempre con un dejo de tristeza y de melancolía asomando en su morena carita de ángel bueno. La Nana pensó que al fin había sido liberada, y segura de que podía confiar en la mocita, y de que así ésta tendría un mejor futuro, que era toda su ilusión, entró al rancho a sacar un puño de maíz para preparar el izquitl en la piedra y el comal del corredor.
Pero se equivocó. Al salir de nuevo con el maíz entre sus manos, toda su efímera dicha anterior se perdió en un mínimo instante, cuando alcanzó a divisar a lo lejos a su india y al indio sacristán desapareciendo en la oscuridad de adentro del guachival cercano.
Y es que la razón pura debe
ceder su imperio a la razón vital.
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