Luis Arnoldo Colato Hernández
Cuando la historia de Latinoamérica es revisada, de inmediato un elemento destaca: el papel que juegan las fuerzas armadas.
La narrativa en torno a estas es interesante, pues las muestran internamente como instituciones republicanas, legalistas y, sobre todo, heroicas; la realidad empero es diametralmente opuesta, pues el papel, con raras excepciones, jugado históricamente siempre fue además de mediocre, criminal.
Mediocre pues, con quizás una sola excepción, estas han respondido a intereses foráneos, como a las élites de cada nación, en menoscabo de la institucionalidad [en los 20, el general Claramunt Lucero se negó a masacrar una marcha compuesta por mujeres, a pesar de las sanciones que le implicó, por su altura moral e institucionalista].
Criminales, porque siempre han estado a la disposición de esas fuerzas oscurantistas y retrogradas que secuestraron a sus respectivas Repúblicas, asesinando a sus propios pueblos, en sendas masacres, recogidas por la historia y por tanto incontestables.
Por ejemplo, al revisar nuestra historia como país ubicándonos en apenas el último siglo, no podemos obviar como la fuerza armada en promedio atento contra la institucionalidad cada 25/35 años, siendo la última apenas este mismo año, el 9 de febrero, cuando acompañara al ejecutivo en aquel amago de autogolpe en la Asamblea.
Tampoco en la revisión de los hechos la misma quedo bien parada, pues su ministro solo destaco por su irrespeto a la institucionalidad al negarse a dar cuentas de sus actos en el proceso llevado ante la asamblea legislativa, que además es también cómplice en los hechos junto a la propia fiscalía y el Ejecutivo.
Es decir, no destaca la F.A. por su integridad o compromiso con la institucionalidad, sino por el contrario por facilitar los privilegios de las élites garantizando la perpetuidad del modelo basado en la exclusión, para lo que es, además artífice de la impunidad necesaria a ése fin; para el caso el proceso llevado a la masacre realizada por un escuadrón militar en las instalaciones de la UCA, en noviembre de 1989, por orden de acuerdo al testigo criteriado, exteniente Yusshy Mendoza, del ejecutivo de la época y la alta plana militar de entonces, asignándose la tarea al Batallón Atlacatl, quién lo designara además del testigo, a otros elementos del mismo, que asaltaron el campus simulando un enfrentamiento para finalmente ejecutar a los sacerdotes en cuestión, así como a dos colaboradoras que los acompañaban.
A pesar de los esfuerzos de la administración por negar la responsabilidad de los hechos por intermedio de la infame amnistía, no solo la Comisión de la Verdad o el Tribunal Interamericano de Derechos Humanos señalan la responsabilidad del estado y sus agentes, pero, además, como hasta ahora ha fallado en hacer cumplir la institucionalidad, manteniendo la impunidad, que finalmente es quebrada en la Audiencia de Madrid, con la condena al coronel Inocente Montano.
La condena entonces no solo hace justicia, evidenciando el terrorismo practicado por el estado salvadoreño, además abre la posibilidad de construir un nuevo sistema jurídico, comprometido con la institucionalidad y con la República.