José M. Tojeira
Cuando la situación social o política de un país empeora, el diálogo se vuelve más necesario. Desgraciadamente, es más normal que se camine en sentido contrario. Se prefiere el grito, la confrontación y la polarización. Salir de esa deriva negativa se vuelve urgente en El Salvador. Hasta ahora la negativa al diálogo y a la escucha de parte del Gobierno venía amparada en el éxito electoral del partido en el poder y en el entusiasmo que en mucha gente causaba el liderazgo del joven presidente con sus subsidios y con una gestión de la vacunación que podríamos calificar como notable en la región.
Pero el tiempo y algunas medidas especialmente desacertadas han comenzado a erosionar el liderazgo gubernamental. La imposición del bitcoin ha creado inquietud en muchas personas. Pero todavía más importante es el descuido y el desprecio de los procedimientos legales y, sobre todo, el estilo de la violación de derechos humanos que se va imponiendo desde modos autoritarios de actuar.
Evidentemente no se está procediendo con la brutalidad del pasado. El país ha evolucionado y no podemos hablar de un terrorismo de estado como el que se practicaba en los años previos a la guerra y durante la guerra. Pero la amenaza, el amedrentamiento y ataques a quienes critican el autoritarismo se va uniendo a medidas legales y procedimentales que violan tanto derechos constitucionales como derechos garantizados por Convenciones internacionales ratificadas por El Salvador. Cualquiera que lea la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las personas Mayores cae inmediatamente en la cuenta de las contradicciones existentes con la ley de reforma del sistema judicial.
Resulta incomprensible que la Asamblea Legislativa muestre con tanta claridad que no tiene ni idea de la existencia de esta Convención ratificada por el Estado salvadoreño hace relativamente pocos años. Y más vergonzoso resulta todavía la incapacidad de la actual Corte Suprema de decir un apalabra coherente al respecto. Porque cualquier abogado medianamente letrado puede advertir que en la ley de reforma judicial se da con toda claridad lo que la Convención llama y prohíbe, “discriminación por edad”. Pero la prepotencia, el oportunismo cobarde y la corrupción tienen más peso al interior de la Corte Suprema.
La gente dañada por la delincuencia puede en un primer momento alegrarse del mal trato a los delincuentes. Pero la situación de los privados de libertad y la prohibición de visitas familiares contraria a estándares internacionales, se suma en el largo plazo a esa indiferencia ante los derechos humanos que cada vez debilita más al gobierno actual. Agrava la situación la facilidad con la que se acuse a quienes defienden derechos consagrados internacionalmente de ser aliados de criminales o corruptos. Discurso que acaba perjudicando a quien lo utiliza, dado que el propio gobierno alberga y defiende a ladrones dentro de sus filas. El desprestigio de quienes hablan de esa manera no deja de crecer.
Y a todo esto se añade una incapacidad, cada vez más evidente, de reaccionar adecuadamente a los problemas que van surgiendo dentro de un país golpeado por la pandemia, el empobrecimiento y la deficiente gestión económica y política. Muchos de los colaboradores en la supuesta lucha contra la corrupción vienen de filas corruptas en el pasado y cargan con severas acusaciones. El descrédito de los magistrados impuestos en la Corte Suprema va cada día en aumento y algunos de sus nombres comienzan a salir manchados precisamente ante una de las comisiones de la Asamblea que los eligió y que dice luchar contra la corrupción. La pandemia reactivada, junto con las tensiones económicas y sociales, va empujando a cada vez más personas a la desazón y la desconfianza, abandonando la anterior confianza que tenían en las políticas del gobierno.
En este contexto el diálogo es más que necesario. Frente al grito o la propaganda es indispensable que la racionalidad se imponga como camino de relación entre quienes piensan diferente. La preocupación y el respeto a los Derechos Humanos debe considerarse como un punto de partida indispensable para el diálogo. En un inicio de diálogo entre el Presidente actual y algunos grupos defensores de Derechos Humanos y del Estado de derecho, el mandatario decía que siempre respetaría la crítica, incluso la destructiva, aunque prefiriera la constructiva. Llegar a un acuerdo de un diálogo leal, donde las cosas se puedan decir con claridad y donde se puedan ir centrando objetivos comunes de desarrollo y de relación positiva se vuelve cada vez más necesario, en un país como el nuestro, con demasiados problemas afectándonos a todos.