José M. Tojeira
En El Salvador ha sido frecuente llamar antisociales a los delincuentes comunes. A quienes cometían delitos de cuello blanco se les perdonaba ese calificativo, como si una especie de jerarquía de clase social eximiera de cualquier palabra ofensiva a quienes en algún momento habían pertenecido a esa élite de quienes se consideran miembros de la sociedad educada y buena. Tanto unos como otros pertenecen a la misma especie de los insociables. Y para aclarar esa palabra, bueno es que acudamos al pensamiento clásico de un filósofo del siglo XVIII que continúa influyendo notablemente en el pensamiento contemporáneo: Immanuel Kant.
Comentaba el filósofo que en las sociedades humanas ocurre lo mismo que en los viveros en los que se cuidan y cultivan árboles con el fin de ser trasplantados. Al mantenerse muy juntos unos al lado de los otros, tienden a desarrollarse rápidamente porque ninguno quiere quedarse sin la luz que les ayuda a crecer. Y a partir de ahí, trasladaba ese ejemplo a la convivencia humana hablando de la “insociable sociabilidad” de la misma.
En otras palabras, que el vivir juntos nos ayuda a crecer. Pero al mismo tiempo no queremos que nadie nos haga sombra. Y al pelear para gozar de la mayor luz posible y que nadie nos haga sombra, con frecuencia impedimos el crecimiento de los demás. Obligados a convivir para poder crecer como seres humanos y preocupados por el hecho de que el crecimiento de otros pueda impedir nuestro propio crecimiento. De esa “insociable sociabilidad” pueden brotar las ambiciones abusivas, las guerras, los excesos de poder, o la simple trampa brutal para que el otro me sirva de escalón, o incluso de abono, para lograr un poco más de crecimiento.
El camino de salida de esa contradicción entre el crecimiento personal y el de otros miembros de la colectividad humana pasa siempre por la colaboración y el servicio. Desde el pensamiento religioso resulta evidente que con frecuencia el amor al prójimo nos conduce a convertirnos en servidores de los demás, limitando algunos aspectos del desarrollo individual.
Es otra manera de pensar el desarrollo personal basándolo más en valores solidarios que en exigencias individuales. Pero también desde el pensamiento humanista el placer de la convivencia y la colaboración generosa lleva en ocasiones a sacrificar oportunidades de crecimiento en beneficio de la alegría de sentirse bien cooperando con otros. En las asociaciones de jóvenes dedicadas a la solidaridad, tanto religiosas como laicas, se ve con frecuencia cómo no faltan los que atrasan sus titulaciones universitarias u otras metas de desarrollo personal por llevar a cabo actividades de voluntariado.
En sociedades como las centroamericanas, la insociabilidad ha trascendido a las estructuras sociales de convivencia. Asolados por graves desigualdades socioeconómicas y culturales, las estructuras básicas de convivencia democrática se convierten con frecuencia en instrumentos de crecimiento y desarrollo para minorías frente a los deseos de crecer de las mayorías.
Los sistemas judiciales se pliegan a los deseos de los más fuertes, la educación o la medicina cuidan y ayudan a crecer más a quienes tienen más, y el Estado, que debía estar constitucionalmente al servicio de la persona humana en general, se convierte en un mecanismo rápido de ascenso social para quienes detentan puestos de poder en el mismo. Insociables a secas, la estructuras de nuestras sociedades deben regenerarse desde la generosidad y el servicio. Y debemos ser los ciudadanos los que, conscientes de nuestra insociable sociabilidad, luchemos desde la generosidad y el servicio por transformar nuestra sociedad autoritaria en una democracia social y solidaria.