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Instrucciones para amaestrar a un imbécil (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Si lo pienso bien –pensó él, en la butaca café que lo abrazaba con cariño- viajar descalzo o en un tren anacrónico harto de ejidos, esqueletos y oro expropiado; o navegar en maizales tenues para hallar el final del arco iris donde se oculta el tesoro de la verdad sobre la riqueza mal distribuida, parece una locura histriónica. Pero ¿qué es la realidad sino una obra montada en un teatro maltrecho en el que se pacta con el diablo el argumento y los protagonistas como hermenéutica del espejo? ¿Qué es la gente que deambula por las calles sino un nutrido grupo de actores secundarios y tramoyistas que sólo piensan en cumplir su pírrico papel? Él, que se aburría en el Buenos Aires glacial de Alberto Cortez, entró al teatro “El Picadero”, Avenida Corrientes, sin ver el nombre de la obra (total, más que entrar al teatro a ver la obra estelar de la semana santa, buscaba un lugar oscuro y tibio donde ocultarse de sí mismo, después de viajar miles de millas que destrozaron el universo de sus nalgas caídas hasta dejar en carne viva el agujero negro del que habla Hawking), y el primer acto le pareció aceptable, pero solo porque su trama era sobre el actuar cuerdo en un mundo irracional y viceversa.

Lo cuerdo como irracional y lo irracional como cuerdo –paradoja de la historia política-, le hizo concluir que la realidad latinoamericana es legalmente una sola en estos tiempos del cólera y de la cólera, pero que como tronco prolijo, parece tener millones de pequeñas ramas como versiones.

En la tregua entre el tercer y cuarto acto (malísimo el tercero, debo decir yo), cuando le daba un respiro al culo y tragaba sin masticar el ansia del desenlace, el irracional misterio teatral cobró vida en el pasillo cuando un ser sombrío –una cosa así como un relator de lo inicuo con estudios de derecho constitucional y uñas acrílicas-, se le acercó e invitó con voz de dimensión desconocida, a que lo siguiera a la parte de atrás del escenario. Buenas noches, mi nombre es, o yo soy, más bien, el Arcángel del Machete y Acahuapa. Viens avec moi s’il te plait, le dijo, y aunque él no supo, literalmente, descifrar las palabras, sabía bien qué significaban.

En el borde de la crisis paranoica (síntoma inequívoco, en un país como el de él, de una militancia en los comandos urbanos de la guerrilla -o en los escuadrones de la muerte, para poner ambos bandos-) pensó que algo andaba mal; que algún policía guanaco no se había dado cuenta de que la guerra había terminado y aún lo perseguía con celo hasta ese lugar remoto del continente, o que –quiso pensar, buscando alivio- el delegado cultural estaba entrevistando a los asistentes para saber si eran adecuados los retoques hechos al teatro, algo así como una maliciosa consultoría con fines demagógicos. Si lo que quiere es mi opinión, le dijo, sin dejar de seguirlo como buey al matadero, yo creo que de lo que se trata es de restaurar el patrimonio cultural, no de modernizarlo a imagen y semejanza del capital comercial, o sea dejarlo tal cual era pero mejor; y en cuanto a la obra le digo que la actuación es una mierda y el argumento soberbio, aunque muy mal aprovechado. El tipo sombrío asintió levemente con la cabeza y siguió guiándolo hacia atrás del escenario, y la víctima entendió que no podía huir, aunque sentía que lo llevaba directo a una sala de interrogatorios policiacos: ¡Confesá, cabrón! ¿Dónde putas vive ese tal Marx? Hubiera preferido una taza de café o un cigarro de cortesía –pensó- mientras bajaba unas gradas diminutas que remataban en un pasillo con olor a eyaculación precoz y a maquillaje corrido por las aguas servidas de los deseos furtivos. Sin saber por qué, se dejaba llevar, entre preocupado, ansioso y sonriente, por ese ser sombrío; de seguro así actúan los que son llevados al paredón de fusilamiento de la historia para ver si la lástima se apodera de los verdugos antes de jalar el gatillo, pensó que pensaba.

Casi de golpe se topó con un enorme chasis de madera fina que jugaba a ser una lujosa biblioteca burguesa; dos hombres que morían de pálido tedio lo saludaron efusivamente, como si su visita hubiera estado pactada de antemano. Yo creo que usted se presta divinamente para el papel, dijo, el pálido que tenía cara de fiscal específico. El otro, por reflejo, asintió con la cabeza sin decir ni pío. El tiempo es nuestro enemigo mortal, dijo el hombre sombrío que lo había llevado hasta ese lúgubre lugar. Quiero que asuma un papel protagónico en la obra, el artista que lo estaba haciendo acaba de suicidarse, porque según dejó dicho en una nota sencilla, se sentía privado de libertad y como usted sabe, ninguna obra puede detenerse por pequeñeces o idioteces de ese tipo. ¡No señor, eso jamás sucederá! Hablaba como muñeco de ventrílocuo, y como si no le importaran las respuestas del interlocutor y se limitara a seguir una orden en función de que la función continuara.

¿Qué es lo que quiere que haga, exactamente? preguntó, cruzando los brazos en el pecho para ponerse a la defensiva. No mucho la verdad, dijo, el hombre sombrío, así que no necesita tener mayores detalles al respecto ni mayores dotes histriónicas adquiridas en alguna escuela de teatro de la ciudad.

Lo más difícil será no sentir que los reflectores son fauces salvajes y rabiosas en busca de carne fresca. Ah, y también saber evadir el murmullo tenue del público que interpretamos como desaprobación de lo actuado, agregó, uno de los dos tipos de quienes no sabemos sus nombres ni sus papeles. Fuera de eso, dijo, el hombre sombrío, todo será diversión de la buena y si se pone listo, hasta con mujer sale de aquí, mire que la fama es un afrodisíaco infalible y fortísimo que hay que saber aprovechar, porque no se sabe cuándo terminará.

Usted tiene cara de que le cuesta mucho conseguir mujeres, pero el personaje que va a interpretar es un buena suerte con ellas, le llueven como si tuviera cara de sexo, así que le conviene el papel. Usted ya tiene una idea de la trama de la obra, pero de seguro no sospecha cuál será el desenlace. Le aseguro que el desenlace borrará el sin sabor del tercer acto.

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