Esteban Moore
Poeta argentino
Jorge Luis Borges toleró con paciencia, advice no sin estoicismo, humor e ironía las opiniones de los muchos que se ocuparon de él y su obra. Esta relación con propios y ajenos, en ocasiones tormentosa, sufriría una transformación radical en 1961, cuando se le concede, junto a Samuel Beckett, el Premio de Literatura del Congreso Internacional de Editores. A partir de este reconocimiento sus textos adquieren mayor visibilidad, trascendiendo fronteras y el hasta entonces limitado círculo de sus fieles y atentos lectores. Su tardía y posterior canonización local se corresponde con el interés que despiertan sus textos en el panorama literario internacional, donde son leídos con asombro y delectación.
Borges será recibido en distintos países no sólo como uno de los escritores más influyentes que haya producido América del Sur, sino también como el precursor de una estrategia literaria descolonizadora: traducción, apropiación, reescritura. En ‘Tema del traidor y el héroe’ precisaría una de las facetas de esta operación en la figura de un traductor al gaélico de los principales dramas de Shakespeare, James Alexander Nolan, un rebelde y patriota, miembro del movimiento nacionalista irlandés quien según el narrador, en la víspera de un alzamiento revolucionario y urgido por el tiempo, se ve obligado para asegurar “la emancipación de la patria” a plagiar “… a otro dramaturgo, al enemigo inglés William Shakespeare”.
Declan Kiberd sostiene que en Borges como en Wilde, la literatura inglesa produce un efecto liberador. A Wilde “lo equipó con una máscara detrás de la cual pudo componer los lineamentos de su rostro irlandés. Ésta sería una estrategia que utilizarían muchos escritores descolonizadores; y, como de costumbre, fue el argentino Jorge Luis Borges quien brindó la forma más acabada de este método,” criterio por el cual será considerado como un predecesor entre aquellos que leyeron e interpretaron las tradiciones centrales en clave local desde un ethos constituido en los márgenes.
Borges reconoce tempranamente este recurso en un artículo dedicado al autor del Ulises: “James Joyce es irlandés. Siempre los irlandeses fueron agitadores de la literatura de Inglaterra […] hicieron hondas incursiones en las letras inglesas, talando toda exuberancia retórica con desengañada impiedad.”
En lo que concierne a Joyce, Terry Eagleton sostiene que su escritura “es la manera de proceder del escritor irlandés no hablante del irlandés (gaélico) para ser ininteligible a los británicos. Subvirtiendo las formas de su lenguaje, les lanza un golpe en nombre de todos sus connacionales restringidos en el uso de su propia lengua.” Desde esta perspectiva Eagleton no sólo reconoce en Joyce influencias del denominado Renacimiento Gaélico, sino también su propósito de extremar sus iniciativas en lo que atañe a los usos de la lengua impuesta.
Los protagonistas de este movimiento cultural surgido de los círculos nacionalistas irlandeses en las primeras décadas del siglo XIX, entre los cuales se hallaban Standish O’Grady y Douglas Hyde, perseguían un sueño, recuperar la lengua ancestral. Pero, ante el repetido fracaso de sus intentos, decidieron adoptar una nueva estrategia: impulsaron un amplio programa de traducción, en el cual habrían de participar activamente la fundadora del Abbey Theatre de Dublín, Lady Augusta Gregory y el poeta William B. Yeats. Éste consistió en el traslado de la mitología y leyendas celtas en gaélico a la lengua inglesa. En el proceso se apropiaron de la lengua de sus conquistadores, recolonizándola, afectando su prosodia, vocabulario y sintaxis. No cayeron en aquello que señala Rudolf Pannwitz y destaca Benjamin como “El error básico del traductor” aquel que “… preserva el estado en que su propio lenguaje acontece, en lugar de permitir que este sea poderosamente afectado por la lengua foránea.” En el caso irlandés, no hubo sentimiento de culpa, la lengua de origen dejará profundas marcas en la de destino.
Borges, sin llegar al grado de radicalidad experimentado por sus pares irlandeses, a cuya ‘conciencia cultural’ aludirá años más tarde en su discurso de incorporación a la Academia Argentina de Letras, expone en una conferencia dictada en 1927 su visión acerca de la existencia de un ‘habla argentina’, señalando que “dos influencias antagónicas militan en su contra […] Una es de quienes imaginan que esa habla ya está prefigurada en el arrabalero de los sainetes; otra es la de los casticistas o españolados que creen en lo cabal del idioma y la impiedad o inutilidad de su refección. […] Dos deliberaciones opuestas, la seudo plebeya y la seudo hispánica, dirigen las escrituras de ahora. El que no se aguaranga para escribir y se hace el peón de estancia o el matrero o el valentón, trata de españolarse o asume un español gaseoso, abstraído, internacional, sin posibilidad de patria ninguna.” Si bien son innegables las abismales diferencias entre ambos países, no se puede dejar de señalar un deseo compartido, el de poseer una lengua propia. Una, expresa Borges, que logre la “plena entonación argentina del castellano” , rasgo diferencial que nos funda en tanto sujetos culturales en el universo hispanohablante. En este aspecto es evidente su propósito, rescatar el tono de aquellos que él considera sus mayores: Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento, Vicente Fidel López, Lucio V. Mansilla y Eduardo Wilde, quienes, en su opinión, escribieron “en el dialecto usual de sus días […] el tono de su escritura fue el de su voz […] su decirse criollos no fue una arrogancia orillera ni un malhumor.” Su poética, que él definirá como una “humilde mitología de tapias y cuchillos” , no ignorará la prosodia rioplatense y tendrá entre otros fines depurar la lengua, mitigar sus excesos retóricos y liberarla del neologismo innecesario. El testimonio de Augusto Monterroso respecto de esta característica borgeana es concluyente: “Súbditos de resignadas colonias, escépticos ante la utilidad de nuestra exprimida lengua, debemos a Borges el habernos devuelto, a través de sus viajes por el inglés y el alemán, la fe en las posibilidades del ineludible español.”
Borges, que había vivido con su familia en Europa, entre 1914 y 1921, realizará con ellos en 1923 un segundo y prolongado viaje. Antes de partir publica su primer libro de poemas, Fervor de Buenos Aires. Regresa en 1924 y dará a conocer los dos títulos que conformarán su trilogía poética porteña: Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929). En ellos se prefiguran ya varios elementos del núcleo temático que en distintos géneros trabajará, repetidamente, en el curso de su vida.
En este período publica tres volúmenes de ensayos, Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926) y El idioma de los argentinos (1928) que excluirá de su obra. A pesar de su decidido rechazo a ellos, no dudará en canibalizar algunas de sus páginas que serán la simiente de futuras creaciones.
Luego de su muerte su heredera, María Kodama, autorizará su reedición, hecho que recibió severas críticas de aquellos que sostenían que se debía respetar
la voluntad del autor, y el reconocimiento de los que interesados en el desarrollo de su estilo y poética reclamaban que estos libros, casi inhallables, fueran puestos nuevamente a su alcance. Entre ellos Eliot Weinberger, uno de sus destacados traductores, quien juzga que ya es tiempo de preparar una edición definitiva y cuidada de todo lo que haya escrito. Los lectores y el propio Borges lo merecen.
Ésta debe hacer caso omiso de los caprichos del autor en lo que atañe a la expurgación de textos de su obra, verbigracia el poema ‘Judería’ (Fervor de Buenos Aires) retitulado en 1943 ‘Judengasse’ (El callejón de los judíos), en el que presagia mucho antes de que ocurriera, la Shoá, el terrible destino de los judíos en la Europa en guerra; o el controversial ‘Nuestras imposibilidades’, que Borges definió como “…un informe reticente y dolido de ciertos caracteres de nuestro ser que no son tan gloriosos.” Este último fue publicado originalmente en Sur, recogido en Discusión (1932) y retirado de la edición posterior de Emecé en 1957 cuyo prólogo curiosamente corresponde a la anterior versión, salvo una nota a pie de página que destaca su supresión, advirtiendo que “ahora parecería muy débil” (criterio que no le rinde justicia a este polémico e irónico ensayo en el que considera ciertas características culturales del argentino medio) no proporciona mayor información sobre otros agregados: el esencial ‘El escritor argentino y la tradición’ y la fusión de ‘El coronel Ascasubi’ y ‘El Martín Fierro’ en ‘La poesía gauchesca’.
Oscar Wilde sostiene que “El momento del arrepentimiento es el momento de la iniciación. Más que eso: es el medio por el que el individuo altera su propio pasado.” En Borges, el arrepentimiento respecto de la publicación de ciertos textos no pretende modificar su pasado, sino su futuro. Los libros y textos de los que habría de renegar son aquellos que evalúa no serían representativos de la voz, ni de la imagen de sí mismo que va componiendo, estratégica y laboriosamente, a través de los años.
La década siguiente presenta su Evaristo Carriego (1930), cuyas páginas están dedicadas principalmente al poeta de Palermo: “…el primer espectador de nuestros barrios pobres y que para la historia de nuestra poesía, eso importa.” En ellas, quizás por afinidad temática, procura un rescate de la figura y obra de Carriego; que lo es también de aquella ciudad de casas bajas y calles de barrio tendidas hacia la llanura que tanto lo impresionó a su regreso de Europa, cuya suerte sería decidida por una precipitada modernización.
En él incluye dos textos reveladores respecto de su poética. ‘El truco’ y ‘Palermo de Buenos Aires’. En el primero, un breve ensayo, se sirve de este juego de naipes de origen popular para conjeturar como operaría la tradición sobre aspectos de la vida cotidiana; ya que aquellos que lo practican, sostiene, se acriollan: “se aligeran del yo habitual. Un yo distinto, un yo casi antepasado y vernáculo, enreda los proyectos del juego. El idioma es otro de golpe.” El truco, el lenguaje que lo encarna fundado en fórmulas y convenciones, cumpliría para Borges la función de una ‘máscara’, una identidad, una voz diferente,
características éstas de la persona poética, una de las preocupaciones centrales de su obra.
El segundo es una crónica rememorativa de un Palermo del pasado que
sobrevivía en su recuerdo, cuyos datos poco importan a su historia. Pero, en un escolio al mismo hallaremos un ejemplo del uso arbitrario, reconocido por el mismo Borges, de la cita. Transcribe parte de un verso del poema de Robert Browning Home Thoughts, from the Sea (En el mar pensando en la patria), Home Thoughts, en la versión borgeana: “Here and here did England help me…” (“Aquí y aquí me vino a ayudar Inglaterra,) omitiendo una parte sustancial del mismo: “—how can I help England?”—say (—cómo podré yo ayudar a Inglaterra? —díganmelo), en el cual el poeta inglés reconoce su gratitud a su patria, cuya remembranza lo asiste en la soledad de un viaje marítimo.
El poema de Browning es un espejo en el que se refleja Buenos Aires y le sirve, nos dice Borges, como “…símbolo de noches solas, de caminatas extasiadas y eternas por la infinitud de los barrios. Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo…” y a continuación traduce el verso citado, en un claro ejercicio de apropiación, sustituyendo Inglaterra por Buenos Aires: “Aquí y aquí me vino a ayudar Buenos Aires”. No menos caprichosa es su interpretación del texto “que Browning escribió pensando en una abnegación sobre el mar y en el alto navío torneado como un alfil en que Nelson cayó…” pues Browning no recuerda al Almirante Nelson en este poema sino
en otro de título parecido: Home Thoughts, from Abroad (En el extranjero pensando en la patria); ¿Desmemoria, imprecisión, yerro? ¿Simplemente una picardía borgeana o un intento, sin desconocer la fuente, de interpretación subjetiva limitando la hegemonía del texto? ¿Acto de apropiación?
Luego publicaría Discusión (1932), un conjunto de ensayos donde continúa explorando algunos temas que en él serán una constante: la poesía gauchesca, la traducción, el Martín Fierro, Homero, Walt Whitman, la Cábala, su relación con la tradición, el tiempo y el infinito. Entre ellos se destaca ‘El arte narrativo y la magia’, en el que brinda su parecer sobre la narrativa: una rotunda negación de toda forma de realismo. Allí Borges sostiene que “dado el desorden del mundo real, el autor tiene sólo dos caminos: imitarlo y caer en la simulación (mímesis) o crear su propio orden, como lo hace la magia”, Borges se inclina por el segundo, por lo fantástico, que “no se propone como una transcripción de la realidad: es un objeto artificial que no sufre ninguna parte injustificada.”
Las ficciones dadas a conocer en el diario Crítica, derivadas, según Borges, de sus relecturas de Robert Louis Stevenson y de Gilbert Keith Chesterton , de los primeros films de Josef Von Sternberg, tal vez de cierta biografía de Evaristo Carriego, son reeditadas por Ediciones Tor: Historia universal de la infamia (1935).
En estos años colabora en distintas publicaciones periódicas y prepara la edición de un nuevo libro de ensayos: Historia de la eternidad (1936). En el texto
homónimo que abre el volumen, manifiesta que el realismo es una doctrina apartada de nuestro ser que “anhela con extraño amor los quietos arquetipos de las criaturas”, denotando su preferencia por otro sueño humano, el nominalista, “que niega la verdad de los arquetipos y quiere congregar en un segundo los detalles del universo.” En este conjunto de ensayos incluirá ‘Las Kenningar’, ‘Los traductores de las 1001 noches’ y ‘El acercamiento a Almotásim’, que luego integrará El jardín de los senderos que se bifurcan (1941) y Ficciones (1944), testimonio del cruce entre ensayo y ficción, una muestra de su escaso interés por las convenciones a partir de las cuales estos géneros son definidos. Asimismo, en colaboración con Pedro Henríquez Ureña, compila y prologa la Antología clásica de la literatura argentina (1937), la que es no sólo el reconocimiento de la existencia de una tradición literaria propia, sino de la preponderancia que le asigna en su universo personal.
Poco tiempo después, subiendo unas escaleras, sufriría un pequeño accidente: se golpea en la frente con el extremo metálico de una ventana entreabierta, la herida se infecta y debe ser internado; la septicemia lo postra varios días con fiebres altísimas. La inexistencia de antibióticos en aquella época lo tuvo al borde de la muerte. Años más tarde, con la colaboración de Norman Thomas Di Giovanni, prepara un texto autobiográfico donde relata que temió que lo sucedido hubiera afectado su capacidad creativa, y que para probarse decidió hacer “algo que nunca había hecho antes […] escribir un cuento, el resultado fue ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ ” .
Esta declaración desconoce la existencia de ciertos antecedentes a los que denominaría, en el prólogo a una edición posterior de Historia universal de la infamia como: “… ejercicios de prosa narrativa” y la de su ‘Hombre de la esquina rosada’ , cuento incluido en la primera edición del mismo volumen, cuyas primeras versiones fueron publicadas con anterioridad en la revista Martín Fierro (1927) como ‘Hombres que pelearon’, en El idioma de los argentinos (1928) como ‘Hombres pelearon’ y en el suplemento de los sábados del diario Crítica como ‘ Hombres de las orillas’, firmado bajo el seudónimo de Francisco Bustos. Asimismo, en la mencionada Autobiografía habría de referirse a ‘El acercamiento a Almotásim’ como el texto precursor de ‘Pierre Menard, autor del Quijote’, estableciendo definitivamente que esta última no fue la primera ficción que escribió. ¿Desmemoria? ¿Olvido? Imposible de creer en un autor que probó tener una memoria, potente y certera, una que le posibilitó recorrer con lucidez no sólo su propio pasado, su genealogía familiar; sino también diversos aspectos de distintas tradiciones literarias.
Borges aún no cumple cuarenta años y ya ha ajustado los mecanismos de su estilo y ha descubierto aquello que él considerará significativo en Bartolomé Hidalgo: “una voz, una entonación, una sintaxis peculiar.” La dramatización del episodio de la infección le sirve a modo de excusa, y el ‘Pierre Menard…’ es el texto elegido a partir del cual decide iniciar una nueva etapa en su producción.
Es harto evidente que la infección no afectó su imaginación, pues luego de sobreponerse inicia uno de los períodos más creativos de su vida. En la década de los 40 publicó aquellos títulos con los cuales comenzó a cimentar su reconocimiento internacional: El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), Ficciones (1944, en el que reúne el contenido del anterior con Artificios), el ensayo Nueva refutación del tiempo (1947) y otro volumen de cuentos El Aleph (1949).
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