@SAmigosCoLatino
Los verdaderos fans del terror adolescente noventero saben que antes de Scream (Wes Craven, 1996) estuvo Jóvenes y brujas. E incluso antes de eso tuvimos la altamente imperfecta Buffy, la cazavampiros (Fran Rubel Kuzui, 1992), cuyos errores de tono, ritmo y atmósfera fueron subsanados posteriormente por su guionista, Joss Whedon, en una serie televisiva que realmente hacía justicia a su visión original. Sin embargo, la idea de remezclar los lugares comunes de la comedia de instituto, tan de moda durante la década pasada gracias a cineastas como John Hughes, con un ángulo terrorífico nació de alguna manera con Buffy, puesto que experimentos previos –como La universidad de los zombis (Ron Link, 1987)– nunca lograron traspasar del todo el ámbito del videoclub. Tras hacerse un nombre en Hollywood con Armas de mujer (Mike Nichols, 1988), el productor Douglas Wick siempre se mostró interesado en las historias de empoderamiento femenino, de modo que no tuvo más que echar un vistazo a su alrededor para darse cuenta de que la nueva década le estaba pidiendo a gritos una película más bien agresiva sobre chicas jóvenes que descubren la brujería.
Hay varias razones que justifican su decisión. Para empezar, los aciagos días del Pánico Sátanico, Ricky Kasso y la leyenda negra relacionada con el satanismo adolescente habían dejado paso a una suerte de revival triunfalista: de repente, las camisetas de Black Sabbath, los juegos de rol y el interés en la wicca ya no eran anatema, sino que la subcultura gótica en Estados Unidos se había establecido lo suficiente en el mainstream como para penetrar en las escuelas de forma natural. Tras un periodo de condena y persecución casi inquisitorial por parte de los medios de comunicación, la cultural teen empezaba a reivindicar las artes oscuras como un modo de vida sano y perfectamente válido. Por otro lado, Wick y, sobre todo, el guionista Peter Filardi debían estar muy al tanto del cambio de paradigma que Escuela de jóvenes asesinos (Michael Lehmann, 1989) supuso en el cine adolescente de principios de los noventa. La película no fue, ni mucho menos, un éxito de taquilla, pero su sentido del humor, su molde argumental y sus provocaciones temáticas se repiten punto por punto en Jóvenes y brujas.
Mientras Wick y Filardi daban forma a su película sobre aquelarres a la hora del recreo, estrenos como Movida del 76 (Richard Linklater, 1996) o Clueless (Fuera de onda) (Amy Heckerling, 1995) fueron allanando el terreno para el resurgir del cine adolescente que acabaría dominando la segunda mitad del decenio. Para Charlie Lyne, autor del excelente documental Beyond Clueless (2014), Jóvenes y brujas estaría más cerca de comedias como Clueless o Ya no puedo esperar (Harry Elfont y Deborah Kaplan, 1998) que de películas de terror como Scream, con la que comparte a Neve Campbell, o Sé lo que hicisteis el último verano (Jim Gillespie, 1998). Al fin y al cabo, su heroína sensible (Robin Tunney) es seducida y asimilada por un grupo de chicas mucho más molonas que ella, y todo va genial durante un breve periodo de tiempo. Es el mismo esquema narrativo de Escuela de jóvenes asesinos: el instituto como modelo a escala de la sociedad norteamericana en general, un microcosmos donde el sistema de clases y el arribismo a cualquier precio son una realidad tan cotidiana que únicamente la sociopatía extrema se antoja como estrategia válida para sobrevivir.
Jóvenes y brujas se pone realmente interesante a medida que la líder de la asamblea, interpretada por Fairuza Balk, se pasa al lado tenebroso de la magia. En lugar de optar por una celebración superficial de su principal fuente de inspiración, la película se plantea en serio la ancestral relación entre la brujería y el empoderamiento femenino, colando también un subtexto sobre adicción que años más tarde sería incorporado a la sexta temporada de Buffy (aquella en la que Willow se transforma en la peor versión de sí misma, desollando a algún que otro nerd por el camino). Al final, su protagonista acaba descubriendo no solo la extensión de sus poderes como mujer libre, sino también el verdadero precio de la independencia y la emancipación de los esquemas impuestos por su vida en el instituto. No en vano, Complex la definió no solo como una película de culto tan moderna ahora como lo fue durante el año de su estreno, sino también como algo similar a un “rito de paso” para chicas jóvenes que estén intentando encontrar su identidad mientras navegan, como Lindsay Lohan en Chicas malas (Mark Waters, 2004), por un comedor entendido como escenario casi darwiniano.
Resulta, por tanto, comprensible que Blumhouse haya pensado en este clásico moderno del terror adolescente, tan relevante en nuestro imaginario pop que inspira incluso canciones de Katy Perry, para seguir expandiendo su emporio cinematográfico.
La nueva Jóvenes y brujas, dirigida por Zoe Lister-Jones, intenta ser al mismo tiempo una secuela y un reboot de la película original, pero mucho nos tememos que las realidades adolescentes y escolares que retrata, vigentes hasta hace solo unos meses, han cambiado drásticamente en el contexto actual. No obstante, eso no quiere decir que el mundo ande falto de historias donde una chica joven asume la potencia real de sus capacidades gracias a la siempre bienvenida ayuda de Satán.