Caralvá
Intimissimun
En nuestro estudio del Martinato, publicaremos fragmentos del Repertorio Americano: Cuadernos de Cultura Hispánica – San José Costa Rica 1944, 11 de marzo de 1944, N° 4. del artículo: “La matanza de 1932 en El Salvador por Juan de Izalco. (Envío del autor, Sonsonate, El Salvador, 1943)
Pretendemos divulgar y comentar muchas circunstancias de aquella época que han sido olvidados u omitidos por la historia oficial y estos temas al menos nos ayudan a completar ese momento que aún está presente en nuestra identidad colectiva. Es de recordar que los documentos de esa época se publicaron fuera de El Salvador, sin embargo, el valor testimonial conforma parte de ese complejo modelo del ascenso militar en la nación.
Como puede observarse en la fecha de la publicación del Repertorio es el momento crítico del inicio de la caída del martinato, los siguientes sucesos de abril y mayo de 1944 culminan con la salida del dictador General Martínez.
(Segunda parte)
¿Y los comunistas asesinaron?
Aquí están las víctimas de los comunistas:
El alcalde y el telegrafista de Colón;
Un señor de Izalco o de Nahuizalco;
Emilio Rdaelli de Juayúa;
El General Rivas, de Tacuba;
Don Juan Germán de la Puerta de Tacuba.
Le concedo al lector el derecho de multiplicar en cien este número real de víctimas. Resultarían quinientas personas asesinadas por los comunistas. Aun así, no hay relación entre la matanza del gobierno y la de los comunistas unos monstruos. Pero en resumidas cuentas, los monstruos no mataron ni siquiera el número que liquidó el General Tomás Calderón en la Zona de Sonsonate. El General Tomás Calderón, en telegrama dirigido a los capitanes de los barcos de guerra ingleses y norteamericanos anclados en Acajutla, decía más o menos: Hemos liquidado dieciocho mil comunistas. Veamos ahora la clase de personas que eran los muertos que asesinaron los comunistas: El Alcalde de Colón tenía muchos enemigos personales, ganados en campañas políticas en que el gobiernista triunfador maltrata de todos modos a los perdidosos.
Del Telegrafista nada sé.
No recuerdo si el señor muerto en Izalco o Nahuizalco era munícipe. De lo que si estoy seguro es de que llegó pasado de alcohol a donde había muchos soldados comunistas. Insultó a los sublevados. Algunos comunistas amigos o conocidos del borracho, le dijeron: “Retirate, no te queremos hacer nada”. El ebrio desenfundó un revólver y disparó contra los comunistas. Parece que hirió o mató algunos. La masa, indignada por aquél proceder se echó sobre el ebrio y lo mató.
Rodaelli era un comerciante italiano de muy mal corazón. Se enriqueció despojando a cuanto pobre se le atravesaba. Compraba café de empeño baratísimo, y se lo hacía pagar muy caro. Recibió fincas en hipoteca. Esto le daba derecho a despojar, amparado por la ley.
Los panegiristas de Rodaelli han dicho que el italiano era benefactor de la escuela. Yo afirmo que Rodaelli prostituyó maestras indefensas. Daba yeso, lápices y pizarrines y se paga esos desembolsos en la honra de las maestras. ¿Las conquistaba? ¡No! ¡Las violaba! ¿Y qué podía reclamar una desventurada maestra de aldea (que no otra cosa es la ciudad de Juayúa), si para la maestra no hay en El Salvador ningún amparo?.
Personas honorables han declarado este hecho significativo; entre las cosas tomadas en la casa de Rodaelli e incendiadas por los indios, figuran las escrituras y las hipotecas. ¿Por qué? Suponen algunos que la muerte del italiano se debió a venganzas de los despojados o de los descendientes de los despojados.
Al General Rivas lo perdió el deseo de no abandonar su casa de habitación. Pudo escapar y no quiso. Ignoro qué trato les daba a los indios el General Rivas.
En La Puerta de Tacuba murió don Juan Germán. Era dueño de muchas tierras. No conozco el trato que les daba a los indios.
¿Robaron los comunistas?
Sí robaron, especialmente en Juayúa. Pero he recogido informes que muestran que los indios al saquear tiendas y almacenes, más buscaron alimentos que otros objetos de valor. También se me ha dicho que los guardias rurales sí robaron dinero y muchos objetos de valor. A los guardias ninguno les podía, ni les sabría reclamar, y en nombre de los comunistas les era fácil cometer más de un robo. Sin embargo, ningún me autoriza para hacer afirmaciones como ésta, aunque muchísimos salvadoreños saben que muchos guardias nacionales no son soldados de moralidad recomendable. Verdad sí es que dado el número de sublevados y los días que dominaron a Juayúa, Tacuba, Izalco y Nahuizalco, si hubieran sido ladrones los comunistas, habrían desolado esas poblaciones. Y no fue así. Respetaron más de lo que debían, las propiedades de sus verdugos los capitalistas. Hay hechos que recomiendan en alto grado a los comunistas. Estos, por ejemplo:
Vivía en Juayúa un médico bastante humano. No les cobraba a los pobres, y es fama que hasta dinero les regalaba de cuando en cuando para que se compraran medicinas que él no tenía en casa. De la Villa de Apaneca del Palo Verde y de otros lugares, bajaban a Juayúa los enfermos a ver si al médico humano que sanaba sin cobrar, o cobrando demasiado poco. Pues bien, una persona verídica me dijo que ese Doctor le contó que el día del alzamiento los comunistas lo salvaron llevándolo a casa de uno de los sublevados. ¿Qué razón tuvieron los comunistas de Juayúa para custodiar a un Doctor? La de la gratitud.
En jurisdicción de Atiquizaya o de Chalchuapa tiene la familia Menéndez Castro una finca. En esa finca no explotan a los trabajadores como lo hacen los demás hacendados. En esta finca había comunistas y el día del levantamiento llegaron a casa de uno de los Menéndez Castro y le dijeron: “Dentro de algunas horas pasan por aquí los comunistas armados, pero la vida suya y la de sus familiares no corre peligro. Ustedes se van a cada de uno de nosotros. Ahí están seguros. Dejen sin llave la casa de la hacienda, por si los comunistas necesitan coger algo de lo de ustedes”.
Obedeció el señor Menéndez Castro, dejó insegura la casa, inclusive los roperos, armarios y dispensas. No recuerdo si era la hija o la esposa del señor Menéndez Castro quien lo acompañó. El hecho es que la honra de una mujer de clase social elevada, y la vida de un cafetalero rico estuvieron bajo la custodia de los comunistas.
Al volver a su casa, la familia Menéndez Castro, todo lo hallaron en orden. Nada les habían robado. Nada les habían destruido.
¿Por qué, si eran en realidad forajidos, respetaron los comunistas la vida, la honra y los haberes de los Menéndez Castro?.
Cerca de Chalchuapa tenía una fina el doctor Hurtado. En la finca habitaba en esos días un hijo del Doctor. El joven Hurtado estaba en compañía de un sirviente casi niño. Una media hora antes del arribo de los comunistas recibió noticia, pero no quiso huir, temiendo caer asesinado por los comunistas o por las balas de los guardias, que podían tirarlo creyéndolo prófugo comunista. Optó por aguardar la muerte en su propia casa de la finca.
Llegaron los comunistas, conversaron con el joven Hurtado y le pidieron de comer. Les dio lo que tenía. Satisfechos los sublevados siguieron su camino sin hacerle daño al joven Hurtado.
Don Camilo Arévalo -hijo de aquel gran patriota del mismo apellido- tiene fincas y potreros en un lugar llamado Los Naranjos. Don Camilo es un agricultor paternal, y en sus tierras viven holgados los peones. Dije paternal: voy a demostrarlo: cuando la catástrofe del 7 de junio de 1934, Don Camilo Arévalo repartió diariamente comida a más de trescientas personas damnificadas. No un día, durante muchos días los graneros del señor Arévalo se vaciaron para darles alimentos a los salvadoreños sin hogar. A don Camilo no lo asaltaron los comunistas, ni le destruyeron absolutamente nada. Es más, él -que siempre ha sido hombrecito- no quiso guardias nacionales en su finca. Se cuidó solo, porque bien sabía que nada le podían hacer los sublevados, puesto que no había sido malo con los pobres. En las fincas vecinas a don Camilo, asesinaron comunistas los ricos armados de guardias civiles. En la finca del señor Arévalo no mataron gente.
He querido con estos datos dejar constancia de que no es verdad que los comunistas asesinaran ricos en la forma en que la prensa lo hacía constar. Ni en número exorbitante. Fue ínfimo el número de muertos. Los robos, si por tales quieren llamar a los comestibles que los sublevados tomaron. Las fincas asaltadas resultaron demasiado reducidas. Dirán los hombres del gobierno que no les dieron tiempo a los comunistas para llevar a cabo los planes de horror que se proponían. Yo respondo que para incendiar Juayúa, por ejemplo, tiempo les sobró. Para matar ricos de esas poblaciones sobrado tiempo. Entonces ¿qué argumento real puede el gobierno de Martínez dar al mundo para justificar los 35.000 asesinatos perpetrados por sus huestes desenfrenadas?
¿Violaron mujeres los comunistas?
Pudieron hacerlo. Hubo casas no bien defendidas y mujeres mal custodiadas por sus familiares. Sin embargo, hasta hoy ningún salvadoreño ha mencionado el nombre de alguna señora o señorita violadas. No las hubo seguramente y honrará siempre a los comunistas, que obedecían no consignas asesinas, sino a miras ideológicas muy altas.
Los ricos de El Salvador han violado siempre a las mujeres indias
Acuso a los ladinos, a los amos de una raza tratada bárbaramente.
Los rico de EL Salvador sí han violado siempre y siguen violando a las indias. Si una casta es sensual en sumo grado, ésa es la casta explotadora, esos mestizos, esos mulatos enriquecidos, esos ladinos con poder. Un siglo ha soportado la india salvadoreña la concupiscencia de los amos. Un siglo de violaciones hay en el Debe de los burgueses de El Salvador. Un siglo de crímenes y robos.
-¿Quiénes han mantenido sin escuela a los indios?
-Los burgueses.
-¿Quiénes han asesinado siempre a los indios?
-Los burgueses
Todos los vicios de la tierra salvadoreña, todo lo malo que es maldición en el país, todo es obra de la burguesía, de los mulatos, de los mestizos de los ladinos enriquecidos.
A ellos ¿quién los castiga por asesinos, por ladrones, por corruptos, por violadores de indias?
A ellos ninguno, porque ellos son los poderosos.
Horrores de la matanza
Al saberse en la capital la noticias de la sublevación, empezaron las capturas en masa. Millares de obreros de filiación comunista, o sospechosos de serlo, o los que fueron delatados por los esbirros llenaron las celdas policiacas. Una ciudad de población tan densa como San Salvador, tiene obreros en gran cantidad. No es, por consiguiente, extraño que las cárceles se llenaran de reos. Agréguese a esto la triste circunstancia de que en las elecciones para alcalde, verificadas en Diciembre de 1931 -ya en el poder Martínez- los comunistas votaron. Había en las oficinas públicas listas completas de afiliados al partido o de los simpatizantes. Mientras en algunos lugares de Occidente combatían los comunistas, en los alrededores de la capital eran fusilados noche a noche cientos de reos inocentes o culpables.
Cuando narra uno escenas como las siguiente, parece que estuviera escribiendo novela. Y no hace unos más que mostrar la barbarie de los que tienen poder, sean de abajo o de arriba.
Al bufete de un abogado llegó un esbirro a quien el abogado le había hecho en otro tiempo gran servicio. Llegó y sin preámbulos le dijo al amigo:
– Doctor: ¿tiene usted enemigos?
– Hombre, no lo sé -responde el otro
– Es que si usted me da una lista, se los mando al otro lado en estos días
– Explícate, hombre
– Es que mi jefe no ha dado la orden de mandar a matar todas las noches. Y entre esos podemos echar a los otros.
Tranquilamente el esbirro contó que todas las noches iba él a matar cien comunistas.
Fueron demasiadas las noches de matanza. Fueron demasiados los camiones que hacían múltiples viajes llevando reos al patíbulo. Desde tempranas horas de la noche hasta muy de madrugada salían camiones de reos camino de Ilopango y Soyapango. Las ametralladoras no descansaban. No hay exageración al decir que mataban cada noche miles de obreros.
Todos los días narraban los periódicos encuentros de fuerzas comunistas contra soldados del gobierno. Lo raro estaba en que de día jamás pelearon ambos contendientes. Más todavía, en todos los combates solo morían comunistas y jamás un soldado del gobierno, ni menos un oficial. Es que no hubo jamás combates: hubo masacres, asesinatos en masa. Hubo el despertar de la fiera que no se saciaba en una sola noche; que pedía víctimas, fueran o no culpables; que necesitaba horrorizar al país, sembrar la muerte en todas partes a fin de que todos sintieran que el nuevo régimen sabría mantenerse sobre lagos de sangre.
Sonsacate, Izalco, Nahuizalco, Juayúa, Tacuba, fueron las poblaciones más castigadas. Vencidos los comunistas, empezó la carnicería. La metralla cercenó infinito número de obreros.
Izalco, ciudad mártir
Izalco fue un cementerio donde no se contaron cadáveres. Los militares ciegos, desorbitados, enloquecidos, mataron noche y día. Jamás en El Salvador, esa casa llenó más a conciencia su negra misión de matar. Mató del modo más cobarde, y esto la deshonrará por siglos de siglos. Otros soldados matan hombres, aunque sean hombres vencidos. Los militares salvadoreños ametrallaron (esto conviene decirlo muchas veces) mujeres, niños y ancianos.
Los cadáveres se hallaban en todas partes de la ciudad. Los zopilotes, los cerdos, los perros, las gallinas devoraban cadáveres, se hartaban de carne fresca, oreada, podrida. Había en la desolada zona izalqueña, para todos los gustos, porque los cadáveres yacían abandonados a pleno sol días de días. Era, aunque no lo dijeran los asesinos, la forma gráfica de horrorizar a los indios, de enseñarles cómo sabían los hombres el gobierno acallar la protesta del hambre, el grito del esclavo cansado de vivir trabajando para el amo cruel.
Como en la Edad Media
Para los autores de la matanza de indios, era poco todavía que el sol viera esqueletos putrefactos en todos los rincones.
Precisaba algo más salvaje, algo más troglodita, algo más medieval. Hallaron una forma que, según ellos, era el sumun del castigo. Revivieron la horca, se aplicaron al último cacique de los Izalcos, al indio Ama. Culpable o no –(muchos afirman que no era comunista)- a patíbulo llevaron al indio y en la ceiba santa, ¡sacrilegos! Dejaron meciendo el cadáver hasta que los zopilotes empezaron a comérselo hediondo. Se meció el cadáver, péndulo humano, recordando las horas más negras de la raza de los Izalco. Hay en los diarios salvadoreños de la época fotografías del indio ahorcado.
La Guardia Cívica
Fue un cuerpo de voluntarios formado por todos los que tuvieron miedo de que los mataran y por señoritos ricos.
Los sargentos plebeyos mandaban a los señores ricos, ya fueran estudiantes universitarios, doctores, hacendados, comerciantes o simplemente señoritos de casino. El soldado era más que el señor. EL amo obedecía las órdenes del sargento. El señor confiaba su existencia en las manos ensangrentadas del soldado. El señor mataba como cualquier soldado. El amo se niveló y fue sanguinario como lo fuera el último de los guardias nacionales. Igual gloria les corresponde a los campesinos que armó el gobierno para matar a sus hermanos, que a los señoritos que pidieron fusil para salvar a la civilización. ¡Bien la salvaron desangrando un pueblo, diezmando una raza, desolando poblaciones, descabezando niños!
En Izalco hubo guardias cívicos que realizaron proezas como la que vamos a narrar. Se situaban en el atrio de la iglesia del Norte y desde ahí cazaban a balazos a cuanta india grande o pequeña atravesaba la calle. Después celebraban con un buen trago aquella escena trágica.
¿Qué una madre moría y dejaba hijos huérfanos?
¿ y qué? -era madre india. Las indias no tienen corazón.
¿qué moría una indiecita de doce años?
¿y qué? -era india. Las indias no tienen corazón.
Y en los ranchos campesinos
Los guardias nacionales llegaban a los ranchos campesinos de noche especialmente, y sin aviso rociaban de balas de metralla el rancho hasta matar a todos los moradores. Nadie, otro día ni después, abría aquellos ranchos. Nadie enterraba aquellos muertos. Quien hubiera deseado hacerlo, habría muerto igual que los demás. La Caridad entonces y la Higiene, guardaban silencio y el hedor anunciaba desde todos los campos izalqueños, la huella asesina y bárbara del guardia nacional. Recuérdese cómo era de poblada la pradera de los izalcos. Era la región más poblada de El Salvador. Dedúzcase entonces el número de muertos que dejó la hecatombe en el agro izalqueño.
Mañana de sangre
En Nahuizalco sucedió algo insólito, que espantó a los mismos interesados en matar indios. El Comandante llamó a los sobrevivientes de un lugar. Les dijo que para repartirles salvoconductos, algo como un perdón, como un Te concedo la existencia. Llamaron a la indiada ordenándoles llevaran niños y a los ancianos. Del monte bajaron medrosos, aterrorizados, los niños con sus familiares. Era una dolorida, desnuda y enferma caravana de mujeres, de niños, viejos andrajosos, pálidos, enfermos de paludismo, una caravana de fantasmas humanos.
En días de fiesta, al llamo del tambor legendario de la raza, habían bajado también al pueblo riendo y charlando en su dulce lengua pipil, almidonados y limpios. Pero esa mañana traficaban más ensimismados, más callados, más lúgubres, más sombríos. Diríanse cadáveres en marcha. Y en efecto lo eran. Eran agonizantes a los que habían de antemano condenado a morir asesinados.
Dice un fusilar, y aunque el término significa muerte, dentro de los bárbaro es siempre menos horripilante que si uno dice asesinar.
Los indios bajaron, llegaron a la plaza donde entre guardias nacionales y soldados de línea fueron encerrados.
Los infantes se acogían al seno materno cuando miraban los pelotones de soldados de mirada torva. Los hombres, estoicos hasta lo indecible, si bien palidecidos, no temblaban. Las mujeres no sabían ni llorar, y porque los niños no escandalizaran con sus gemidos, los envolvían bien, hasta casi ahogarlos. Si aun mamaban dábanles el seno flácido. Quizá pensaban las indias que el silencio amansaría a los chacales. Mal habían calculado. Llegó la hora marcada en los destinos indios, la hora negra, la de sangre, la que por siempre acusará a los autores de la hecatombe de 1932.
De versiones hay, juzgue el lector.
El Comandante de Nahuizalco dispuso que la indiada reunida en la plaza amenazaba sublevarse. Conste que ningún indio portaba ni un alfiler. Ordenó, pues, que funcionaran las ametralladoras y mataron sin compasión mujeres, hombres y niños. Se confundieron las sangres de todas las edades, saltaron los miembros separados de los cuerpos, rodaron cabezas. Se vieron las faces conservando todavía el gesto de horror o de pena, o de esperanza y hasta la sonrisa de la fe que le ofrecía penitencia al santo patrón.
La matanza fue bajo el sol de febrero, sol bravo a las diez de la mañana. Muchos vieron la matanza. Vieron el hacinamiento de cadáveres, la grama seca, enrojecida por la sangre, y lo más horripilante: agonizantes a quienes no podían nadie ofrecerles ni un trago de agua. La piedad era ahí delito penado con la muerte.
Ayes largos, ayes cortos, ayes de niños de pecho… gemidos, quejas, contorsiones… todo en vano… Respondía el vacío, respondía el espanto.
Ese día murieron más de quinientas personas.
Los agonizantes permanecieron –(¿me habrán engañado los testigo oculares?)- hasta el siguiente día sin asistencia médica.
La otra versión: que esa matanza a pleno sol fue ordenada por el gobierno, con el objeto de infundir pánico y galvanizar al país entero. Cuanto más visible fuera la reacción más se afianzarían en el poder los militares.
Hay otro hecho semejante que parece demostrar que la carnicería de Nahuizalco fue premeditada.
La matanza de Juayúa
Afirman que a solicitud de don Gabino Mata, llamaron a los campesinos de la ciudad, pretextando lo ofrecido en Nahuizalco: la cédula .
Afirman también que don Secundino Mata, hermano de don Gabino, le suplicó a éste que no sacrificara a los peones que los habían chiniado a los dos ellos. Le recordó que esos peones no eran comunistas; que durante largos años les habían servido con toda fidelidad.
Ofreció don Gabino que no los matarían.
De la Hacienda Canelo y sus contornos bajaron los campesinos. Iban confiados en la palabra del patrón, al que mecieron, cuando niño en los brazos.
Y sucedió…
Que en un recodo del camino, en sitio escogido por los asesinos, en lugar donde toda huida resultaba imposible, mataron a todos los peones de los hermanos Mata.
Dicen que don Leandro lloró al constatar que su hermano lo había engañado. Verdad o mentira, el hecho es que no volvieron a sus hogares los viejos servidores de don Gabino.
Si no eran comunistas, los peones de don Gabino, o si no lo eran todos, ¿por qué los mataron?
Sea juez el lector imparcial.
Los sentimientos piadosos y las grandes ideas altruistas de un rico
Digamos aquí unas palabras en elogio de don Gabino, personaje destacada en la vida agropecuaria de El Salvador, ganadero a quien la patria le debe grandes favores. Ha viajado y conoce más de un país civilizado. Hombre de rara visión, se enamoró de las vacas y en ellas puso su fe, por dadoras de riqueza. Empezó la delicada obra de selección, la búsqueda de ejemplares vacunos y nativos que dieran tipos lecheros. No creía tal vez don Gabino en el tipo de toro importado. Acostumbrado el hombre a estudiar su propio medio, le negaba a la sangre vacuna extranjera la virtud de completa adaptación al medio. Intuyó que la raza vacuna criolla era la llamada a revolucionar la cría y a dar los mejores toros y las vacas más lecheras. Tras ímprobos esfuerzos dio torunos que merecieron aplausos de los expertos; terneras graciosas eran segura promesa de vacas de primera categoría. A este caballero progresista, al dueño de El Canelo, donde hay técnica hasta para que nazca un ternero, donde los cerdos duermen en nidos calientes y beben agua limpia, y comen –(¡dichosos!)- guineos majonchos y camotes sancochados, donde el maíz no se le da crudo al animal, donde el novillo se le baña en agua criolinada, donde no se laza la vaca para no volverla asustadiza, a este civilizador de bestias le fue dable actuar de modo sobresaliente en los días de la matanza. Humanizado por el continuo vivir entre novillos, sintió desgarraduras de alma al pensar en forma canibalesca que los indios hubieran empleado para matar inocentes e ingenuos ternerillos, y porque amaba franciscanamente sus vacas, se horrorizó ante el empuje comunista que no llegó a El Canelo, pero que pudo llegar. Así, el supersensible y superhumano don Gabino, el ganadero franciscano dispensador de caricias a los animalillos recién nacidos y a las novillas parturientas, se indignó, con justa indignación, se irguió nazarenico y en nombre de los santos derechos de la vida porcina y caballar, pidió guerra sin cuartel para todos los indios salvadoreños. El franciscano don Gabino miraba la salvación del país en el exterminio de los indios salvadoreños. Si algún lector pretende negarle a don Gabino la nítida visión de los problemas de los problemas raciales de El Salvador, lea en la prensa del año 1932 las afirmaciones de don Gabino. Pedía él la destrucción de todos los indios. Los visionarios, los grandes, se adelantan siglos en sus concepciones y predican en desierto y aran en el mar. No los oyen, no los siguen. No podía don Gabino ser excepción. Habló y no lo escucharon, y no pusieron en práctica la muy humana idea del dueño de El Canelo. No emparedaron los ochocientos mil indios que habitan el país y son la vergüenza del ladino que en cinco siglos no pudo civilizar, porque jamás lo ha intentado formalmente, a la raza india. Hubiera sido épico todo aquello. Tal vez en una llanura, tal vez en la playa más espaciosa, tal vez dentro de una ciudad.
Luego el desfile de ochocientos mil reos de todas las edades amarrados. Luego la ejecución. Tal vez recodando al rey asirio querrían dejar las pirámides, las montañas de muertos, visibles para que gozaran con el espectáculo ideal los ojos de don Gabino Mata. O tal vez incendiarían los promontorios de muertos ya arderían estruendosamente, saludando al héroe de Juayúa, que así les pagaba a los indios lo mucho que habían trabajado en sus haciendas. Perdió el mundo un espectáculo nuevo. Perdió el país la única probabilidad de ascender a la categoría de país civilizado y de ser en América la única República donde no hubiera un solo indio. El Salvador sería la Meca de las peregrinaciones. Se habrían derribado las pocilgas, porque no habiendo indios que las habitaran nada justificaría la permanencia de tales chiqueros humanos. El país Jauja, una pequeña Suiza por sus libertades reales, una pequeña pero archicivilizada republiquita, toda ella poseedora de medios de vida nunca vistos. Al museo hubieran ido a parar las cumas, los machetes, las macanas, los caites, los cordeles con que amarran los guardias a los reos sin delitos. Viviendas higiénicas, agua en abundancia, escuelas para todos los niños; en las escuelas solamente niños de cabecitas rubias, todos de raza legítima europea, aria tal vez. Las madres de esos niños ya no serían esas madres sin hogar, ni esas nodrizas refajadas. Serían madres bellas, nodrizas europeas rebosantes de salud. El buey flaco no halaría carretas, el rocín no subiría cuestas, no habría muleros, ni boyeros. Aeroplanos, camiones, autos, barcos, serían los únicos vehículos, y en ellos andarían todos los caminos los productos de la tierra, todo cuanto es riqueza en El Salvador. Tal hubiera sido la primera consecuencia de matar a todos los indios salvadoreños. Pero no oyeron a don Gabino y el indio sigue siendo la pesadilla del ladino, la rémora, la vergüenza patria.
Los mártires
Lo narramos así como lo dicen hablando a media voz, medrosos, cuantos vieron a los cerdos -bien hartos de carne- jugar con brazos, piernas, vísceras humanas; cuantos recibieron en cientos de ranchos campesinos el saludo nauseabundo y mortífero de los muertos insepultos. Lo dicen quienes vieron los cráneos reírle al caminante.
Miles de anónimos, masa sin nombre… Juanas, Marías… Eusebias, Ambrosios, Fulgencios… Miles de anónimos, masa sin nombre.
¡Ingenuos! Al fulgor mañanero de la luna vieron platear los corvos y pensaron que en el filo del machete llevarían la redención de la raza.
Se irguió el ejército de voluntarios. El hambre se puso de pie. Se enderezó la desnudez. Alzaron la cerviz los parias. El grito callado de cien generaciones, robadas, violadas, vejadas, hacíase expresión en el temblor alucinante de los brazos alargados por corvos. Por huir de la esclavitud llegaron al cadalso. Por liberarse cayeron cuarteados.
No pidieron cuartel, no levantaron los brazos suplicantes. Murieron como hombres, sin quejas, sin ayes.
Como saben morir los convencidos. Como saben morir los que defienden causas grandes.
Mueren así convencidos
La cárcel de Izalco está llena de reos. Han echado en ella más del doble de los que pueden caber, no porque falten prisiones, sino porque hallan los verdugos agradable torturar.
Una persona de las que valen y está bien con el gobierno acércase a los reos, algunos de los cuales llámanla por su nombre. La interrogan…:
-¿Z, es verdad que nos van a matar?
-Así dicen. Los cogieron a ustedes peleando.
-A mí no, por desgracia-responde un viejo buchón.
Y cuando Z esperaba que lo nombraran emisario para que los defendiera y solicitara perdón, le dicen así los reos:
-Hágame un favor. Llame al Jefe y dígale que nos maten hoy. ¿Qué ganan con tenernos una noche más, en este infierno? Estamos ahogándonos. Apenas podemos acurrucarnos. Nos devoran las chinches y los telepates. Mírenos el cuerpo, (se alzan las camisetas para mostrar los estrago de las sabandijas).
De esto no decimos nada – agregan (Esto son las huellas de los azotes).
Camino del patíbulo
Dan la orden de vaciar (¿con ésta cuántas veces?) – La cárcel-
Llegan los guardias a la celda.
Se apartan las mujeres que fueron a decirles adiós a sus deudos.
Salen los reos y al verlos sus mujeres embarazadas, les dicen en voz alta: “Aquí está el vengador” y señalan los vientres pródigos.
Las indias salvadoreñas hablan poco. Están acostumbradas al silencio, que es negación o es afirmación, pero que es también protesta.
Esta vez, en hora en realidad trascendental, en nombre de una Raza, en nombre de una idea, en nombre de una causa, las más humildes, las más calladas, se yerguen y rubrican sobre la faz de la Historia una frase sonará eternamente, y que es -no lo dudamos- una profecía.
Aquí está el vengador… En esos vientres es verdad… en esos vientres de indias la venganza.
Los hombres no son indignos de sus mujeres. Mueren si quejas ni desmayos y demuestran que el paso a la otra vida no les crispa los nervios. Tienen fe en las generaciones venideras y confían en el mañana. No hacen discursos, pero se van de la tierra sin hacerle reverencia al verdugo.
En Sonzacate van a fusilar: unos comunistas. Mientras llega la hora les hacen guardia un oficial y unos soldados. Uno de los reos le conversa al oficialito, le demuestra que el oficial es tan proletario como los reos que van a morir. Le dice que su misión no es matar inocentes, sino defenderlos; que es víctima el oficial del dinero asesino.
Le dice el oficial: -ustedes van a morir ¿Qué interés los mueve a catequizarme?
-La certeza de que está con nosotros la justicia, aunque tengan ustedes la fuerza.
Anuncian el fusilamiento. Estoicamente se dirigen al paredón los reos, y mientras andan, les dicen a los soldados:
-Compañeros: nosotros vamos a morir en defensa de un gran ideal, la redención de las masas campesinas. Ustedes son el instrumento ciego de los burgueses ¿por qué no vienen ellos a matarnos? Los armaron a ustedes, los convierten en perros de sus hermanos. Mátennos. La siembra está hecha. La revolución avanza y nuestra sangre dará frutos de justicia.
Quien así hablaba, o quienes hablaron así, han de haber sido gentes bien informadas del papel sublime que desempeñaban. Porque si es verdad que ahora son monstruos, según el decir de los burgueses, mañana la historia los va a rehabilitar y serán los héroes.
Al píe del paredón
Han llegado a la meta.
Los van a vendar.
– ¿Qué -dicen uno de los reos- a nosotros vendarnos? No, compañeros. Los comunistas miran llegar la muerte sin cerrar los ojos. Así murieron, de cara a sus verdugos, de cara a sus hermanos.
Los santos no quisieron ayudar
Ahuachapán, la tierra de los ricos sin alma. Los ricos son siempre malos, pero los de Ahuachapán baten record. Solo de uno voy a narrar una acción vituperable, acción de cobardía.
Entre los muchos reos, cayó un hombre de apellido Mata o Demata. Entrar a la cárcel era llegar a la antesala de la muerte. Por eso Mata le rezó mucho a San Antonio, le ofreció una visita, un rezo, un milagro de vidrio. San Antonio parece que lo escuchó y una tarde, fiado por una persona que lo conocía, salió de la cárcel, vivo. Un verdadero milagro. Lo veían y no lo creían.
Hijos y mujer llegaron a la iglesia de San Antonio, rezaron mucho y le dejaron al santo el milagro.
Pero otra tarde
El hambre aconsejó mal. Un señor muy rico le debía a Mata un dinero. Mata había aserrado algunas docenas de tablas y no cobró su dinero. Creyó natural ir a donde el rico y suplicarle cancelara la cuenta. Llegó y suplicó, Fingió el rico amabilidad, mandó sentar a Mata y entró el rico a la sala. Cogió el teléfono y le dijo al jefe militar que un comunista había llegado a matarlo; que el comunista estaba en la casa, entretenido en amenazar y que le suplicaba mandara pronto capturarlo.
En efecto, diez minutos después Mata iba de nuevo a la cárcel. Volvió a rezar, pero San Antonio le tuvo miedo al rico y guardó silencio. En unos de los tantos camiones que descargaban reos en El Llano salió Mata el inocente, No volvió más. Se lo comieron los zopilotes.
Luna y Zapata
Para quienes tienen un puesto en el martirologio salvadoreño, bastan pocas palabras biográficas. Mejor será decir escenas donde se piensa en todo menos en la muerte.
La víspera de morir juegan y se embroman los tres amigos.
Luna es el más decidor. No tiene padre ni madre. Los parientes adinerados lo odian. Con él se van los sueños, la fe, la juventud, páginas de heroicidad en que fue el hombre actor. Ataco lo vio nacer; Ahuachapán lo vio creer; el Liceo San Luis de Santa Ana, bachillerarse; la capital, sentarse en unos bancos de la Universidad; la vida luchar y penar; soñar también en la redención de las masas esclavas; el pueblecito de Aculhuaca lo vio dar clase.
Zapata es muy joven. Se casó y deja embarazada a la esposa. Es también maestro de escuela. Humano en alto grado, sufre las penas de los niños de la barriada y -dijo algunos de sus jefes- perdió la costumbre de reír. Era de poco hablar y muy reconcentrado en sí mismo. Es costumbre decir que los comunistas lo son por hambre. Puede en algunos casos ser esto verdad, como también por hambre les sirven muchos a los tiranos, como también por hambre se venden muchos escritorzuelos, como también por hambre muchos malos poetas les cantan a los verdugos de El Salvador.
Pero en el caso de Luna, Zapata y Martí, nadie podrá decir lo mismo. Pobres eran los primeros más tenían lo suficiente para vivir, y además la Universidad era promesa de bienestar y hasta riqueza, puesto que tenían talento y hubieran sido profesionales distinguidos. Martí era hijo acomodado. Como profesional hubiera hecho lucido papel. Sin embargo, los tres aprendieron que más vale servir ideales humanos, defender a los esclavos. Bien sabían que renunciando a ser estudiantes del montón se jugaban todas las comodidades que regalan las cadenas de oro a los mansos, a los domesticados. Ellos desearon servir a los proletarios, a la clase más desvalida de El Salvador. Y ahí los halló la muerte de pie, serenos, fuertes, retadores.
Unos días antes de ser ejecutado, Martí llamó a un amigo que tenía alto puesto en el gobierno de Martínez. Con permiso de éste el amigo de Martí fue a ver al reo. Martí había sido compañero de aulas del empleado del gobierno. Natural era que el empleado pensara que Martí le iba a pedir ayuda para salvarse de la muerte. El amigo de Martí va preocupado. Les teme a los militares que pueden incluirlo en la lista de sospechosos. Los militares con todo y sus armas viven nerviosos, creyendo hallar comunistas hasta en su misma sombra.
Sin preámbulos, Martí le dice: -Te he mandado a llamar para solicitarte dos servicios: que le digas al Presidente que no maten a Zapata ni a Luna, esos dos chiquillos que nada malo han hecho. Estaban por desgracia, conmigo la noche de mi captura.
Yo soy el único responsable. A mi deben matarme. Están en su derecho; es su derecho burgués. Yo los hubiera matado a ellos si los capturo. Para mí no pido más que un poco de sol. Estoy casi tullido. Esta celda húmeda me hace mucho daño. Que me saque al sol un rato.
Un sacerdote llegó a darles consuelos espirituales, a los condenados.
Luna se confesó. De Zapata no supieron decirme.
Martí se negó rotundamente a confesarse. No aceptó confesión. No creía en ella.
Fueron vanos los esfuerzos del sacerdote. No pudo convencer al héroe. Es que Martí, hombre “sin tacha y sin miedo”, halló su camino, anduvo en él sin vacilaciones, seguro de sí; amo y señor de él mismo, se enfrentó a la muerte y se echó valeroso en brazos de la inmortalidad.
El jefe Supremo fue digno de sus soldados hasta en la hora de morir. Le dio siempre ejemplos grandes. Cogió la Cuma para sacar tareas, cogió el saco y fue a cortar café, anduvo con los carreteros los caminos polvorosos, tras los bueyes cansados. Todos los caminos del Occidente de El Salvador lo conocían.
El apóstol Martí trabajaba como peón, y así ganaba adeptos. Tenía un don maravilloso para conquistar. Y quien lo seguía una vez difícilmente lo abandonaba.
Y ahora…
Y ahora, huérfana la raza, entronizados los militares, corrompidos los universitarios, perseguidos todos los que no se arrodillen, expatriados tanto salvadoreños un enigma se presenta:
¿Hay rebeldía en El Salvador? ¿Hay rebeldes todavía?
El tirano y su jauría vigilan.
No dice el pueblo nada.
Pero el Izalco truena. Y el Izalco es hermano de una raza que no duerme, aunque esté callada.
No perdemos la fe.
Las ideas no se degüellan. La sangre mojó mucho la tierra de los izalcos y esta sangre mojará banderas nuevas.
El Salvador, Noviembre, de 1941