Por Mauricio Vallejo Márquez
Dos muñecos escalan la pendiente. Mis manos los dirigen emulando la acción como un titiritero a sus marionetas mientras mi voz se confunde con sus voces entre el polvo y la hierba seca de un borde de la Colonia INPEP. Van escalando por un motivo que ahora no recuerdo, sin embargo es la recurrente primera imagen cuando pretendo escribir algo. Quizá exista un significado oculto en mi memoria o sencillamente representa una de las actividades que más disfruté en el primer cuarto de mi vida: jugar. Pero no jugar en el sentido común, sino precisamente dejar fluir mi imaginación con aquellas figuras de acción para crear mis propios personajes y mis propias historias.
La cotidianidad nos aleja de nuestra naturaleza. Las premuras y lo que consideramos “importante” van deteriorando con el tiempo nuestra esencia. Lo que disfrutamos en nuestra niñez se va olvidando y con suerte se elevan de vez en cuando algunas escenas fantásticas de ese momento en que éramos felices.
Mis amigos músicos recurren a sus instrumentos musicales cuando tienen tiempo libre o incluso han pasado a ser poseedores de guitarras que ahora adornan alguna pared de su casa. Así también le sucede a muchos pintores que ahora se enclaustran por ocho horas en alguna institución viendo las cambiantes tonalidades de los colores del día sin poder plasmarlos en un lienzo. Y así la lista de hacedores del arte va limitando el terreno a verdaderos valientes que deciden a pesar del hambre, de las deudas u otras desventuras seguir el dictado del corazón, siendo felices con ser quienes quieren ser.
La vida no solo es para divertirse, pero tampoco es para trabajar en algo que despreciamos y como si fuera un castigo del infierno repetimos diariamente como esos pequeños roedores que giran y giran sobre ruedas sin fin. Existe un tiempo para todo, según lo reafirmó el rey Salomón. Y por eso es importante el equilibrio. Sin tristeza jamás conoceríamos la felicidad.
Cuando era adolescente tuve que desprenderme de mis juguetes. Esos queridos compañeros que me ayudaron a darle sentido a las horas. Los despedí en cajas de cartón que me recordaban a un barco levar anclas y se marchaba con destino incierto. La gran mayoría se los di a Roberto, un niño de la colonia que pensé que los cuidaría. Con los meses le pregunté por aquellos juguetes y me mostró algunos. Sus articulaciones estaban más flojas y su pintura había caído, otros habían perdido la cabeza u otros miembros. Me arrepentí de haberme desprendido de ellos, pero era muy tarde e imposible recuperarlos.
Al cumplir mis 24 años me convertí en padre. Junto a mi hijo redescubrí la magia del juego y sentí de nuevo aquella emoción de permitir que la imaginación lo abarcara todo, en esta dimensión compartida era más fácil sentir que la vida era una película o un cuento y eso le daba color a los días.
Hoy a mis 42 diciembre me sigue impresionando la ciencia ficción, la fantasía y por supuesto las caricaturas que antaño formaron parte de mi carácter y me digo, ¿Por qué no permitir que mi imaginación vuelva a volar?