Artículo publicado por Julián Marías, filósofo español,
en el periódico El País, el domingo 17 de diciembre de 2006.
Sí, ya he hablado de esto numerosas veces, pero si ellas insisten, también habrá que insistir en salirles al paso. En las últimas semanas ha habido una enésima ofensiva contra la Real Academia y en general contra la lengua española, por parte de la Directora del Instituto de la Mujer, de dos «expertas» con «sus últimos trabajos en contra del lenguaje sexista» (causa perplejidad que una de ellas sea nada menos que la Decana de una Facultad de Filosofía y Letras), y de una Consejera del Consejo Consultivo de Andalucía, que además es profesora universitaria. Estas señoras no proponen nada no oído ya mil veces: que se diga cada vez «los españoles y las españolas», o quizá «la españolía», y «los niños y las niñas», o bien «la infancia»; que prescindamos para siempre del uso del plural genérico, porque cuando oyen o leen «todos», ellas no se sienten representadas, sino excluidas y discriminadas: que se emplee «jueza», «cancillera», «bedela», «gerenta» y me imagino que «jóvena», siguiendo a aquella pionera creativa, Cármen Romero; que la Academia «articule medidas para incorporar más mujeres», dando por descontado que las académicas presentes y futuras razonarían de manera tan ramplona como ellas por el mero hecho de ser mujeres (eso sí que es sexismo a ultranza), y olvidando que fue María Moliner quien, sin influencias varoniles, hizo el mejor diccionario de nuestra lengua sin incurrir en desvaríos.
A las señoras Rosa Perris, Mercedes Bengoechea, Eulália Lledó y Amparo Rubiales lo que les fastidia sobremanera es que esta lengua sea romance o neolatina. Lo que en ella ocurre con el plural genérico no es distinto de lo que ocurre en el francés y en el italiano (y supongo que en el catalán, el portugués, el gallego, el rumano) y ya ocurría en el latín, por lo que deberían elevar sus quejas a las deidades romanas, o en su defecto, a Séneca, Horacio, Virgilio, Tácito, Tito Livio, Juvenal y Ovidio. Pero es que además, ese empeño que tantos tienen de imponernos el plural repetido es demagógico y falso, porque nunca nadie lleva la fórmula –como debería, para resultar sincero- hasta sus últimas consecuencias, ni continúa toda su parrafada, por tanto, con el insoportable y lerdo uso doble: «Los empleados y las empleadas madrileños y madrileñas están descontentos y descontentas por haber sido instados e instadas, y aun obligados y obligadas, a declararse católicos y católicas, o fielos y fielas a otros credos, o bien agnósticos y agnósticas o incluso ateos y ateas». Nunca he oído a Ibarretxe, por mencionar a un duplicante conspicuo, ser coherente con sus «vascos y vascas» iniciales. Y no es de extrañar, porque si lo hiciera, como pretenden estas señoras, a buenas horas iba nadie a escucharle. En cuanto a la sustitución de «los niños» por «la infancia» y simplezas semejantes, iba a quedar muy natural en frases como «la infancia es que es muy traviesa» o «qué pesada se pone la infancia». Tienen sentido de la lengua estas damas, sobre todo literario.
En su susceptibilidad extrema, ven machismo y sexismo por doquier, hasta donde no lo hay. Si en español se dijera «juezo», «cancillero», «bedelo», «gerento», o «jóveno», pase que se propiciaran sus correspondientes en femenino: pero es que no se dice, y no habrá ningún problema, en consecuencia, en hablar de la juez, la canciller, la bedel, la gerente o la joven. También exigen que el vocablo «miembro» coexista con «miembra», sin darse cuenta una vez más, de que hay términos invariables que por su terminación en o o en a no indican género alguno. Llevando hasta el final su razonamiento (es un decir), al tratarse de varones habría que emplear «víctimo», «colego», «persono», «poeto», «preso del pánico» y «mendo lerendo», entre otros horrores. Y lo mismo con los animales: a los varones no nos ofende decir «una tortuga macho», en vez de convertir al pobre bicho en un «tortugo», y a sus colegas en «hienos», «focos», «morsos», «serpientos», «boos», «jirafos» y «zebros».
Pero lo más grave es la ignorancia de estas señoras respecto a la función de la Academia y el espíritu dictatorial que delatan. La Academia no ordena, ni impone, ni exige; tan sólo orienta, sugiere, recomienda, aconseja. No obliga, y la prueba la tenemos en las barbaridades que leemos y oímos en la prensa a diario, sin que nadie se inmute por ello. El Diccionario a su vez no dicta normas, sino que las recoge y las refleja. La señora Rubiales, sin embargo, se pregunta en un artículo: «¿Tiene derecho la RAE a denominar a las cosas de forma diferente de como lo hacen las leyes y la realidad española?» La realidad es subjetiva y variada, así que dejémosla, por inaprehensible. Lo que debería saber es que todos tenemos derecho a denominar las cosas como nos venga en gana, menos las leyes, justamente. Ya es muy grave que en años recientes el Congreso se haya permitido decretar cómo hemos de escribir La Coruña, Gerona o Lérida….en castellano. Y sólo faltaría que por ley se nos dijera cómo hemos de hablar, o con qué vocabulario. Nada de eso compete a ningún político, por mucho que siempre quieran meter las narices en todo. Sería de agradecer que tampoco las metieran mucho estas señoras con poco olfato.
Debe estar conectado para enviar un comentario.