Luis Armando González
Con Monseñor Oscar A. Romero la iglesia institucional –tanto la local como la del Vaticano— tenía una deuda pendiente que se estaba volviendo impagable; una deuda no sólo con él, pharmacy find sino con el pueblo salvadoreño por el cual fue brutalmente asesinado, ambulance el 24 de marzo de 1980, el Arzobispo capitalino. Esa deuda ha comenzado a ser saldada, con la decisión del Papa Francisco de reconocer a Mons. Romero como un mártir de la Iglesia. Tuvieron que pasar más de tres décadas para que ese reconocimiento le fuera otorgado oficialmente. Tuvo que llegar un Papa distinto a la curia vaticana –un Papa en sintonía con la tradición de Juan XXIII y el Concilio Vaticano II— para que en Roma se pusiera fin al cerco en favor de la canonización de Mons. Romero.
Ciertamente, no reconocer oficialmente el martirio de Mons. Romero desdijo de la credibilidad de la Iglesia católica y sus líderes, principalmente de Juan Pablo II y Benedicto XVI nada afectos, en realidad, a la figura y simbolismo del Arzobispo mártir. Más aún, desdijo de la fidelidad cristiana de quienes, sistemáticamente, en Roma y en El Salvador, hicieron todo lo que estuvo a su alcance para sabotear la canonización de quien Don Pedro Casaldáliga llamó “San Romero de América”.
Unos y otros, en vida de Mons. Romero, optaron, en el mejor de los casos, por dar la espalda a las realidades hirientes que golpeaban a los pobres de El Salvador; en el peor de los casos, se volvieron cómplices, por acción o por omisión, de la violencia salvaje que emanaba de los círculos de poder militar y paramilitar en contra de las organizaciones populares. Se aliaron con los enemigos del pueblo, justificando de mil maneras la persecución de la cual éste era víctima.
Cuando Mons. Romero fue asesinado no sólo justificaron su muerte, sino que se sintieron aliviados, pues la voz molesta de Mons. Romero había sido silenciada. Su alivio fue una ilusión. Y es que, inmediatamente después de su muerte, Mons. Romero “resucitó en el pueblo salvadoreño”. Un pueblo que lo erigió, antes e independientemente de cualquier reconocimiento eclesial, como un mártir y un santo.
Por supuesto que los poderes de entonces –políticos, militares y religiosos—no vieron con buenos ojos que el pueblo mantuviera viva la presencia de Mons. Romero. Las balas, la persecución y la condena se hicieron sentir en contra de quienes osaron no dejar morir los ideales y el ejemplo de su pastor, lo cual comenzó precisamente el día de sus funerales en la Catedral Metropolitana de San Salvador.
Pero el pueblo no dio la espalda a su memoria, retribuyéndole su entrega y sacrificio hasta las últimas consecuencias. En los años más dramáticos de la persecución política y de la guerra civil Mons. Romero estuvo presente, acompañado a las comunidades de El Salvador y a los refugiados salvadoreños en Centroamérica y el mundo; estuvo en los campamentos guerrilleros y en las guindas; en el renacer del movimiento gremial y sindical; en el proceso de paz… Mons. Romero no dejó –ni ha dejado— de dar esperanza a este pueblo desde el día de su asesinato.
Como él lo dijo: “con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. Es ese pueblo al que él pastoreó el que lo reconoció como mártir y santo. Con ello, el pueblo salvadoreño elevó a Mons. Romero muy por encima de sus asesinos y enemigos dentro y fuera de la Iglesia. Habría de pasar mucho tiempo para que en la Iglesia de Roma (y también en la Iglesia local) se estuviera a la altura del paso dado en los años ochenta por quienes, expresando los valores más profundos del cristianismo, proclamaron a Mons. Romero mártir y santo.
El Papa Francisco ha puesto a la Iglesia de Roma a la altura del desafío, con lo cual ha dignificado a una institución que durante los años ochenta en Centroamérica –y no sólo en El Salvador—dejó una estela más de sombras que de luces. Al reconocer a Mons. Romero como mártir, el Papa Francisco obra la justicia eclesial debida con Mons. Oscar Arnulfo Romero.
San Salvador, 9 de febrero de 2015