José M. Tojeira
En la discusión académica, tanto de sociólogos como de abogados, se está hablando bastante de la justicia como espectáculo. La afición de la Policía y la Fiscalía a montar detenciones efectistas y mediáticamente bien cubiertas es evidente, especialmente cuando el detenido tiene las características de personaje público. Ahí no importa que sea una persona de la tercera edad, que no sea violenta o que no se oponga a su detención. La cosa es presentarla con las esposas puestas. No se le ponen las esposas porque sea necesario, o haya peligro de fuga, o el delincuente tenga unas especiales características de agresividad, sino simplemente para humillar. Las esposas son como la marca del delincuente peligroso. Y por supuesto, en las mentalidades autoritarias son un signo de la maldad del detenido y de lo excelente que es la institución que lo detiene. La promoción de imagen tan querida por los mercadólogos, es también parte del “marketing” policial y fiscal.
Cuando el detenido no es personaje público la coreografía cambia ligeramente. Se tiende a presentarlo al público mal vestido, en ocasiones semidesnudo y, según sea el caso, rodeado de policías profusamente armados. Lo que no cambia respecto a los casos importantes, es que siempre se pretende realizar un show mediático, que de alguna manera castigue al presunto delincuente con la humillación y anticipe ante el público la categoría de culpable. Mientras los juicios de personalidades tienden a ser mediáticamente permanentes, los juicios de los pobres solamente salen en los medios cuando se les detiene y cuando la condena, si se da, es lo suficientemente dura para llamar la atención. Las absoluciones, los errores cometidos por investigadores y fiscalía, rara vez aparecen en los medios. Lo que importa es el grito inicial condenatorio. Se prefiere siempre la palabra más fuerte, para recalcar la maldad del acusado. Se prefiere decir robar, aunque no haya habido uso de la violencia, a hurtar o a hablar de peculado. Se mantiene así, solo que en estos casos a nivel institucional, la tendencia cultural a corregir con gritos y amenazas a los niños que se portan mal o no obedecen rápidamente a sus progenitores. La presunción de inocencia a duras penas se respeta, aunque la Constitución de la república la consigne como un derecho ciudadano inalienable. Con el grito, el espectáculo y la utilización de palabras fuertes, se logra una condena previa que queda en la mente de muchas personas como la condena definitiva. Tanto, que si posteriormente, al cabo de un par de años, la persona sale de la cárcel absuelta y declarada inocente, muchas personas terminan pensando que si salieron libres es porque los jueces son unos corruptos.
Y por supuesto, no podía faltar el tinte político. Los gobiernos -si tienen suficiente fuerza en la Asamblea Legislativa- buscan tener al frente de la fiscalía a una persona que le haga favores. En el caso de que haya dudas, siempre hay modos de presionar al fiscal para que asuma lineamientos gubernamentales. En algunos casos es suficiente que determinados funcionarios de alto nivel se opongan a procedimientos fiscales incluso con críticas públicas. En otros, queremos creer que han sido casos excepcionales, se ha llegado a dar mensualmente y en sobre cerrado una jugosa compensación salarial al fiscal general de parte del poder Ejecutivo. Al menos eso ha declarado un exfiscal general hace poco para justificar sus ingresos mientras prestaba su servicio en la fiscalía. Al final el espectáculo se lleva a cabo al gusto del poder o al servicio del prestigio de quienes detienen al presunto delincuente. En los países desarrollados suele haber una correlación entre la justicia respetuosa de los derechos de la persona y el menor grado de delincuencia. En nuestro caso es al revés; el mal trato no reduce los niveles delincuenciales, aunque en estos tiempos de pandemia se haya llegado a unos niveles totalmente infrecuentes respecto al delito de homicidio. Pero otros continúan y aumentan. Si tenemos una Constitución respetuosa de los derechos de las personas, es una lástima que prefiramos el espectáculo a nuestra propia legislación fundamental.