Por: Ricardo Ayala
Educador Popular
Ganó Trump. Quizás como muchos intuían, la victoria del expresidente estadounidense era inminente ante un oponente más gris. Sin embargo, salvando las particularidades de cada cual, que bien pueden enmarcarse en las diferencias de las dos bebidas carbonatadas más consumidas en el mundo, la disputa por la presidencia de Estados Unidos era entre las dos facciones de la élite de poder de ese país: por un lado, los llamados supremacistas y proteccionistas, y por otro, los llamados globalistas.
Son facciones ligadas a las corporaciones del poder económico, político y militar norteamericano, y la victoria del candidato de uno u otro solo benefician a los integrantes de estas corporaciones, a nadie más, incluso, ni al pueblo estadounidense.
Sin embargo, las particularidades de uno u otro candidato fueron las que definieron quién fue el elegido por los conglomerados empresariales dominantes de EE. UU. para defender sus intereses económicos en el mundo multipolar liderado por China y Rusia, en menoscabo de la dominación estadounidense sobre las relaciones mundiales, los recursos naturales de los países y el comercio internacional.
Entonces, si los únicos ganadores son las élites económicas de ese país, ¿cómo impacta la elección de Trump entre los diferentes actores internos y externos a EE. UU.? Se trata de un tema que es de tesis doctoral y rebasa desproporcionalmente el objetivo del presente artículo, acá apenas puede acercarse a este de manera muy superficial, pero que invita al análisis político a partir de la comprensión de los intereses particulares de esos actores internos y externos sobre el tipo de gobierno que el recién electo presidente impulsará.
Como ejemplo, con respecto a la diáspora latinoamericana en EE. UU., la amenaza de aplicación de una agresiva política antiinmigrante es palpable, incluyendo posibles deportaciones masivas. Además, la reducción o eliminación de programas de beneficio social para las poblaciones minoritarias en momentos donde la degradación económica de mayoritarios sectores sociales se ha incrementado.
Paradójicamente, varios de los gobernantes latinoamericanos desde donde emigran muchas personas a EE. UU. cuentan como un aliado valioso a Trump, y peor aún, otros gobernantes, líderes de la ultraderecha de la región, lo ven como el líder que les faltaba durante estos últimos 4 años y se han puesto a la orden de él para comandar la ultraneoliberalización de sus países. Estamos hablando de los casos de Milei, en Argentina, de Noboa, en Ecuador, y de Bukele, en El Salvador, para mencionar algunos.
En lo que respecta a Cuba, la tendencia de Trump puede ser a recrudecer (¡todavía más!) el criminal y genocida bloqueo impuesto desde hace más de 60 años contra la mayor de las Antillas, con el objetivo de cumplir los designios del ex funcionario norteamericano Lester Mallory, quien siendo subsecretario de Estado para los Asuntos Interamericanos, en un memorando fechado el 6 de abril de 1960 expuso el objetivo real del bloqueo contra Cuba: “provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del Gobierno”.
Más allá de nuestro continente, en su discurso electoral, Trump aseguró poner fin a las guerras (cosa que no depende totalmente de él, sino de los conglomerados económicos que lo eligieron) y a partir del miércoles pasado los resortes del poder en el régimen ucraniano empiezan a desprenderse.
En cuanto a su principal competencia comercial y de hegemonía económica mundial, el recién electo presidente estadounidense dijo al cierre de su campaña electoral que se encargaría de separar a Rusia de China, con ello, poner fin a la alianza de naciones que alrededor de estas han conformado el grupo BRICS+.
Henry Kissinger (1923-2023), de ascendencia judeo-alemana, fue el principal Asesor Nacional de Seguridad de Nixon, de 1969 y 1972, y secretario de Estado de Estados Unidos, de 1972 y 1977, mente maestra detrás de la política exterior norteamericana durante un largo periodo en la que estuvo involucrado en la planificación, organización y ejecución de un sinfín de acciones de injerencia y desestabilización contra gobiernos nacionalistas y revolucionarios de América Latina y el mundo (por ejemplo, el golpe de estado contra Salvador Allende en Chile, en 1973), fue el último que comprendió y emprendió una sistemática política exterior para socavar y exacerbar las contradicciones o diferencias entre la URSS y China, a sabiendas que una alianza firme entre estas dos naciones podría resistir y derrotar la hegemonía imperialista que desde EE.UU. se imponía sobre el resto del mundo.
Desde su retiro no ha existido quien retome sus macabras estratagemas contra la soberanía y autodeterminación de los pueblos del mundo de manera tan expedita como él, principalmente en lo referente a las relaciones entre Rusia y China, razón por la cual EE. UU. ha reprobado en cada acción por debilitar a estas naciones y al mundo multipolar que emerge de tal alianza.
En tiempos donde la hegemonía norteamericana sobre la geopolítica mundial se encuentra muy erosionada, la emergencia de Trump para retomar la batuta heredada por Kissinger es inminente. Reafirma a través de su discurso político, como supremacista de pura cepa, que la condición de potencia hegemónica de Estados Unidos depende de someter y dominar a cualquier otra nación que aspire un desarrollo soberano. Es por lo que aseguramos que, con Trump, Kissinger resucita.