Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
La abeja, shop ese maravilloso insecto volador, cialis es un antófilo que, healing como tantas realidades, debe su nombre científico a los griegos (Anthophila: “que ama las flores”).
Para la abeja, las flores son su vida, devuelta en la dulce miel. Así, la voluntaria y férrea reclusa de Amherst, Massachussetts, la poeta Emily Dickinson (1830-1865) se nos antoja como una abeja, a la vez grata y fragante, y a la vez aguijoneadora.
Emily, como sabemos, constituye una de las cumbres clásicas de la poesía norteamericana, otras son, sin error posible, Whitman, Emerson, Pound y nos detenemos para no ser injustos. Lo curioso, y acaso extraordinario, en el caso de la niña de Amherst, es su carácter de escritora inédita durante toda su vida (sólo alcanzaron la luz pública de forma anónima y contraria a sus deseos, cinco poemas, de un conjunto de cientos de ellos, celosamente guardados).
Su poesía fue compartida –únicamente- por escasísimos integrantes de su familia (principalmente su hermana menor y su cuñada), y por algunos escritores y personas a los que juzgó idóneos para dictarle orientaciones, juicios y sugerencias.
La hermosa naturaleza de su entorno campestre, la sencillez y lo plácido del paisaje infinito que rodeó su existencia, se encuentra testimoniado en su obra; al igual que la fuerza descomunal de un corazón abierto al amor, pero en singular relación con él. Y esto representa, juntamente con su misterioso encierro, uno de los mitos más fascinantes en la persona y poesía de la abeja de Amherst.
Mucha especulación y rumores, desató durante su vida. Y mucho se ha dicho, después de su fallecimiento. Sobre todo, a partir de la divulgación de sus escritos, por parte de su hermana menor Lavinia Norcross Dickinson. En los últimos tiempos, serias investigaciones se han adentrado en su órbita íntima, donde al parecer dos hombres: Benjamín F. Newton, y el pastor Charles Wasdworth; además de su propia cuñada Susan Gilbert, integraron el leitmotiv de su más intensa lírica amatoria.
La poesía de la hija del puritano juez Dickinson, difícilmente pudo ser comprendida por la crítica de los limitados ojos que tuvieron acceso a ella. Se le señalaron siempre “imperfecciones formales” y un estilo personalísimo, desconcertante, que ensombrecía sus versos. Por supuesto, la época no comprendió la genialidad de su renovador lenguaje.
Toda traducción es infiel. Toda traducción asesina la esencia de la poesía: su idioma, su música, su ritmo. Esto es particularmente dramático en el caso de la jovencita de ropajes blancos que cada día huyo más de las gentes. Sin embargo, quizás en su versión española, algo de ella, nos ilumina, al grado de espantar estos tiempos horrorosos que sufrimos (Emily, también supo de ellos ya que el final de su vida, tuvo como escenario la terrible Guerra de Secesión Norteamericana, 1861-1865).
Admirable, profunda, es Emily en esa su poesía donde subyace la soledad, el dolor, la ironía y la muerte. Para mi gusto, es su éxtasis con el mundo natural e interno, el que me hace esperar siempre la abeja solar del diario milagro. Aquí, al final, una muestra, para invitar al placer de su lectura: “Es todo lo que hoy tengo/para traer. Esto y mi corazón. /Esto y mi corazón, todos los campos/y las vastas praderas. / Lleva la cuenta: si se me olvidara/ alguien podría hacer la suma. /Esto y mi corazón y las abejas/que habitan en el trébol”, (Poema 26).
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