Por Mauricio Vallejo Márquez
Desde hace algunos días, más de los que puedo contar, extraño las mañanas cuando enfrentaba el amanecer camino al Oriente de la República. Mañanas en las que el sol esclarecía las semioscuras calles de San Salvador que con el pasar de los minutos se llenaban de personas que iban camino al trabajo, con sus mochilas sobre los hombros, mujeres adhiriéndose a sus carteras y de vez en cuando niños halados por sus padres. Aquellas escenas tenían como fondo la hora de la cucharada del Primo Chomo con su tradicional La soberana del café que nos daba ese buen sabor cuando nos adentrábamos en la carretera para iniciar conversación con Felipe Ayala, mi compañero fotoperiodista, y quizá escucharlo más porque contaba sus historias mientras el sol se terminaba de estirar para tomar posesión del cielo.
A veces hacíamos parada en San Rafael Cedros para comernos unos huevos con frijoles y plátanos con café mientras veíamos al fondo las jaulas donde un par de pajuiles contemplaban las horas. Yo a penas le daba un vistazo antes de buscar mesa y comenzar la ingesta. Todo al amparo del buen Felipe que contaba alguna historia y no dejaba de mostrar el trío de coronas en su sonrisa que se profundizaban con sus anteojos de aviador como una buena imitación de Ray-Ban, pero con espejuelos bifocales transparentes. Soy sincero, no recuerdo la mayoría de conversaciones, sin embargo tengo tan presente la sonrisa y buen humor de Lipe que me alegraba el viaje, y eso que a veces teníamos aventuras que podrían no hacerlo reír.
Una vez nos perdimos en Quelepa, San Miguel, buscando las ruinas, las cuales ni nos enteramos en realidad del lugar exacto. Lo que si tengo presente es que por más de dos horas anduvimos dando vuelta entre la vegetación encontrando solo a una vaca como ser vivo y la desolación. Andábamos sin agua y el calor era agobiante. Pero Lipe me dijo que me quedara en un lugar y a los minutos regresó con un balde mohoso lleno de agua.
—¿Dónde encontraste esa agua?
—Vos tomátela. A saber hasta qué horas vamos a salir de aquí.
Y así hice, era agua de pozo, pero me supo a agua mineral de lujo.
En otra ocasión nos habían encomendado escribir sobre la laguna de San Juan, en San Miguel. La cual no encontramos como un cuerpo de agua habitual, sino como una marisma. Desconfié del terreno a pesar de que a lo lejos se veían unas vacas pastando. Lipe era osado, así que con su canon en mano comenzó a correr para buscar un mejor ángulo para tomarle fotos aquel ganado cuando de pronto se borró. Sólo se veía la cámara en la superficie levantada por su mano. Corrí con el cuidado de no correr con el mismo destino y le tomé la cámara. Tras esto regresamos al vehículo y nos llevamos al bolsillo el recuerdo.
Lipe no andaba con cosas. Cuando no teníamos comida y estábamos lejos de algún comedor ingeríamos lo que encontráramos. En Morazán nos comimos una docena de mangos cerezos sin lavar y aun así nos llevamos una cantidad similar a nuestras casas- a Lipe le daba por llevar fruta y pensar siempre en comida, en cambio a mí me daba por recoger piedras con formas curiosas y plantas, sobre todo árboles. Por cierto, una vez que no teníamos comida él me enseñó a comer copinol. Lipe no se detenía cuando íbamos a alguna misión periodística y se nos acaba el agua o la comida. Aprendí mucho de él. Lipe ya no se encuentra entre nosotros, falleció en el 2017, pero sigue presente en mí cada vez que enfrentó el embotellamiento de camino al trabajo cada mañana.
Ahora mis días son tres veces más agitados entre todos mis compromisos, los cuales procuro mantener en equilibrio como lo haría un buen malabarista; pero no puedo negar que aquellas madrugadas camino al Oriente las añoro, quizá por toda la aventura que implicaba o porque me hacía ver que a pesar de los diques siempre es posible seguir adelante si se tiene la actitud de Lipe.
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