La adicción

Santiago Vásquez

Escritor ahuachapaneco

 

Eran las seis de la tarde, todo parecía preparado para emprender la ruta hacia la montaña, la mochila con pan de dulce, herramientas para acampar a medio camino, algunos caramelos de chocolate, dos cantimploras con agua y con un fusil calibre 22 al hombro, solo faltaba el termo de café para ahuyentar el sueño.

Don Tono, un maestro de escuela que siempre gustó del deporte de la cacería, además de otros menesteres a los cuales les dedicaba mucho tiempo como la apicultura, la carpintería, la crianza de gallos de pelea, cultivo de uvas, yuca y otras tareas más, como también estudiar por su propia cuenta el francés, alemán e inglés, cabe mencionar que de igual manera, era una hombre comprometido con las luchas sociales de su  gente.

Ese día,  emprendimos el viaje con muchas ilusiones al hombro, cazar un par de venados, tuncos de monte, jabalíes,  conejos, armados, cusucos y unos cuantos tacuazines blancos que a decir verdad saben mejor que los comunes y los cuatrojos.

La tarde comenzaba a palidecer y en sus entrañas se comenzaban a guardar historias diferentes que habían dejado un agradable recuerdo en nuestro diario trajinar.

-Tono- le dice su esposa- no olvides el abrigo, pueda ser que esta noche haga frío.

Un viento huracanado comienza a levantar remolinos de esperanzas por todo el trayecto, dejamos la calle pavimentada y nos internamos al callejón que nos llevaría a nuestro destino, caminamos como siempre cerca de siete kilómetros hasta llegar a la montaña que abría sus entrañas majestuosamente como esperando en su intimidad dar a conocer todo aquel misterio que se guardaba en su profundidad.

-¡Apúrate hombre! -Me dijo, mientras sacaba de la mochila negra un par de panes para mitigar el hambre.

-¿Quieres uno?

-Va pué -le conteste.

Mi madre siempre tenía el cuidado de ponerme unas cuantas pupusas de frijoles para que llevara.

Una piedra se me había zampado en el zapato y me iba jodiendo el dedo gordo del pie izquierdo.

La oscuridad parecía atragantarse con nuestras siluetas, unos pájaros extraños pasaban volando a nuestro lado, como recordando que hay muchos misterios con los cuales ni si quiera hay que intentar tener contacto alguno.

La montaña así es, guarda secretos de nuestros antepasados y secretos que le sirven para seguirle dando vida a nuestro planeta.

-Ya vamos a llegar al primer potrero, haber que hayamos, cuando lleguemos descansamos un rato y nos tomamos un poco de café.

-Hayyy, hayyyyyy… -Murmuré entre dientes

-¿Qué te pasó cipote?

-Hayyyy… se me llenó la camisa de hormigas arranca cebo y me van picando duro.

-¡Quítatela

¡Rápido!

Esas babosadas dan calentura.

Inmediatamente me la quité.

Las veredas en aquella montaña parecían serpientes ancladas en el infinito, aferradas a la piel de la tierra.

-Este yelo está perro.

Al momento que le decía esto, los huesos se me adormecían y los pies los llevaba casi entumecidos por el terrible frío que estaba haciendo esa noche.

-Toma- me dijo, sacando un suéter color amarillo de su mochila.

Cúbrete con esto, no te vayas a entiesar de frío.

Así es la montaña, rígida, fuerte, implacable, cuidadosa, temible, violenta, furiosa contra quienes ingresan a su vientre natural y quieren quitarle lo suyo, el fuerte norte parece doblegar los árboles, los pájaros huyen desesperados buscando un nido de caricias y abrigo.

Llegamos al primer potrero que encontramos.

El profesor Tono, se sentó sobre un montón de hojas secas de palo de guarumo, yo, por mi parte, me senté a su lado para quitarme el zapato y sacarme la piedra que me seguía jodiendo el dedo gordo del pie izquierdo;  después de un breve descanso, con su lámpara de frente, luciaba minuciosamente por todo aquel territorio que parecía ser  de nadie, pero a la vez, de todos.

De pronto:

Un conejo quedó como estático al ser sorprendido y quedar alucinado por aquel fuerte reflector de la lámpara que imponente desprendía su luminosidad por todo el campo.

Un disparo calibre 22 hizo volar una mancha oscura de pájaros extraños.

Corrí a recoger el conejo, hermoso por cierto, era la primera presa que obteníamos en esa noche.

La ilusión de andar en compañía de aquel hombre bueno y bondadoso, me llenaba de mucha alegría, ya que, además de disfrutar del contacto con la naturaleza, me permitía saborear carne los días de nuestra cacería.

Tomé al animal de las patas, lo amarré con una pita de nylon y me lo coloqué en el hombro.

Después de haber saboreado una buena taza de café, retomamos el camino por una loma cercana, hasta llegar a un caudaloso río que bañaba de frescura todo el arisco ambiente, llegamos a una vuelta de aquel anchuroso camino.

Tono metió su mano a la bolsa de sus pantalones, buscó en la bolsa de la camisa, abrió la mochila como buscando angustioso algo valioso que se había perdido y dijo entre sí:

-¡Jeacques¡

¡Ven!

¿No me has visto los fósforos?

-¿los fósforos?

Le respondí inmediatamente.

La verdad que no los he visto.

¡O los boté, o los olvidé en el potrero, pero ahora, ya estamos lejos para regresar!

¡Ya me jodí!

Exclamó muy preocupado llevándose el puño al mentón.

La cara de preocupación que llevaba era obvia.

Y en verdad, ya habíamos recorrido aproximadamente unos seis kilómetros de nuestro primer lugar de descanso.

Con un aspecto que desprendía mucha tristeza, tomó una cajetilla de cigarros Fiesta y la abrió, sacó un cigarrillo, miró para todos lados.

Nos sentamos un momento sobre unos palos de corozo que estaban a la orilla del camino.

-¿Dónde podría encontrar fuego? Me dijo, casi temblando por los deseos de encontrar un alivio a su pesadilla.

El fuerte viento continuaba formando siluetas invisibles y parecía corretear tras las inmensas nubes de polvo que se formaban en su recorrido.

La desesperación y la ansiedad de aquel hombre por encender un cigarrillo y disfrutar de una placentera fumada, eran inmensas.

Tomó dos piedras en sus manos y las frotó para ver si era posible producir aunque sea una pequeñita chispa, pero aquel intento fue difícil de concretarlo.

Es que había leído en la historia de nuestros ancestros que el fuego lo habían inventado frotando dos cuerpos, accidentalmente, ese era el origen del fuego, en esos afanes estaba cuando de repente:

Un ruido se escuchó en la altura de un árbol de cebito, era un tacuazín blanco, con el fusil en posición de tiro, disparó certeramente al centro de la frente al  animal, cayendo inmediatamente al vacío.

-Anda a traerlo.

Me dijo, sintiéndose muy orgulloso de aquella puntería que manejaba, en seguida, corrí y lo coloqué en una vara, junto al conejo que habíamos cazado.

Se sentó nuevamente en el trozo de corozo y dijo con mucha seguridad:

Jeacques, ya no aguanto las ganas de fumar, no sé qué hacer.

Frente a aquella vuelta donde nos habíamos detenido, estaba un rancho, nos dirigimos hacia él, en el portal, se encontraba un poyetón donde recién habían cocinado, nos acercamos con la esperanza de encontrar una pequeña, tan siquiera una minúscula brasa, pero, nada, en un tizón que estaba a un lado había una chispa, pero demasiada pequeña, acercó con mucho cuidado el cigarrillo, pero con tan mala suerte que aquel pequeño símbolo de luz, se apagó, dejándolo aún más desconcertado ante tan mala jugada del destino.

Volvimos a nuestro lugar, acrecentando la ansiedad de saborear la fumada que tanto le estaba mortificando.

Las horas volaban como vuela la esperanza de los desdichados, llevando en sus alas sus deseos perdidos en la inmensa indiferencia.

Allí comprendí muchas cosas de la vida.

Al llegar nuevamente al lugar, nos sentamos.

Yo no podía estar tranquilo, viendo aquel sufrimiento provocado por la adicción a un cigarro.

-¡Yo!

-¿Pero que hago?

Ya no aguanto más.

Ya no soporto.

En cada expresión que salía de su boca, parecía que se fugaba un profundo dolor y una inmensa pena que nadie podía quitar, más que un cigarrillo encendido.

Estas ganas de fumar me van a  matar.

Te voy a decir algo.

¡Si es verdad que existe el Diablo!

¡Hoy es el momento que deseo que aparezca!

¡Por Dios que si llegara a aparecer…

Le pido fuego porque se lo pido.

Cuando escuché aquellas palabras tan convincentes, venidas de un hombre que admiraba tanto, la piel se me puso como de gallina, un inmenso escalofrío me recorrió todo el cuerpo, no era para menos, en aquellas desesperadas ansias de encontrar un alivio a su hábito de fumar,  había convocado al mismísimo demonio para que le ayudara, cobijados por la terrible tiniebla que nos rodeaba.

Por mi parte, en medio de todo aquel acontecimiento y petición extraña, me quedé estupefacto, congelado, parecía una roca detenida y petrificada en el tiempo.

Aquello me había dejado realmente sorprendido.

Mi cuerpo temblaba como una hamaca, al escuchar aquella invocación.

En una forma muy serena, aquel profesor repitió nuevamente aquellas palabras de una manera muy segura.

¡Si de verdad, existiera el Diablo!

¡En este mismo momento!

¡Le pidiera fuego!

Pero, son puras babosadas e inventos.

Todo es pura fantasía y farsa.

¡Qué putas va a existir el demonio!

Con una actitud muy segura y desesperadamente, fijó su mirada en un solo punto

Precisamente, en el momento que pronunció aquellas  palabras, en la vuelta del polvoriento camino, se escuchó un tropel apareciendo un enorme caballo blanco, montando un elegante y fornido jinete, cubierto por una capa negra, a paso lento   se cruzó frente a nosotros.

Al verle, todo aquello nos pareció increíble.

No era para menos.

¿Cómo era posible que se nos apareciera?

¿Acaso existe?

En una acción repentina, detuvo el caballo.

El rostro era imposible vérselo  por la profunda oscuridad que se imponía en la montaña.

¿En qué puedo servirles?

¿Necesitan algo los señores?

Los dos nos quedamos atónitos.

Sus palabras las escuchábamos como un indescifrable eco, venido de los más recónditos avernos del infierno.

No encontrábamos palabras para responder, ante aquella inesperada sorpresa.

En un sobresalto de desesperación, el profesor, llenándose de valor, le respondió:

¡Si en verdad eres quien dices que sois, te suplico encarecidamente…!

Por un momento guardo silencio.

Con un nerviosismo y palpitación profunda, continuó:

¡Me regales fuego!

No me importa quién eres.

Solo te suplico, me regales fuego.

¡Por favor!

Aquel elegante hombre, vestido con su capa, se acercó a nosotros, sacó un cerillo, lo encendió, y en una manera muy cortés, guardó silencio y encendió el cigarro del profesor, inmediatamente, dio la vuelta en su hermoso caballo blanco y se marchó sin decir ninguna otra palabra.

Una corriente de brisa fuerte nos abrazó, haciendo tambalear nuestros pensamientos.

Una hermosa sonrisa de felicidad se dibujó en el rostro de aquel maestro que no le importó invocar al mismísimo Diablo, con tal de satisfacer sus inmensos deseos de un cigarrillo.

Uno tras otro, los deseos de fumar, se fueron encendiendo.

El viento continuaba arrancando hojarascas a los árboles y la esperanza de encontrar un hermoso animal para darle cacería, seguía abrigándose en nuestros corazones.

Las taltuzas, las cotuzas y las ardillas pasaban corriendo para ir a depositar su cansancio a una cueva olvidada por el tiempo.

La vara amarrada a la pita de nylon, me señilla el hombro, causándome un gran dolor.

Mientras dejaba escapar coronitas de humo deteniendo el cigarro en su boca, un ruido se logra escuchar cerca de nosotros.

Con mucho sigilo, nos agachamos, al observar y alumbrar de donde venía, se acerco muy despacio a mi y exclamó con mucha sorpresa:

¡Es un venado!

No dejemos que se nos escape.

Aquel hermoso venado lo arrinconamos a un inmenso peñasco, donde lo atrapamos sin ningún problema.

La cadena de cigarrillos encendidos, continuaba satisfaciendo la adicción de aquel profesor.

El profundo sueño de la madrugada doblaba mi cabeza por todos lados.

Eran las seis de la mañana.

El bolsón de los útiles escolares me esperaba ansiosamente para asistir a clases.

El caballo blanco, con su elegante jinete, nunca volvió aparecer.

¡Jamás!

La pierna del conejo estaba…

¡Deliciosa!

La montaña continuaba bañándose con la fresca caída de una hermosa cascada.

Regálame la cabeza del conejo.

Me dijo Albertico, un vecino de 13 años.

La chucha se me quedaba mirando, esperando le tirara un pedacito de hueso de aquel conejo que fue cazado en medio de la desesperación por encender el deseo de una adicción.

 

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