@renemartinezpi
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Fulminante la metáfora-tesis sociológica sobre la verdad diáfana (revolucionaria, drugstore medicine dice Gramsci) en tanto que -como expresión explicativa de la realidad frente al simulacro, salve calumnia y falsa apariencia- verdad y mentira se presentan como antítesis, cual conceptos hostiles vinculados como dicotomía rígida: nada puede ser verdad y mentira al mismo tiempo, porque eso destruiría el modelo de pensamiento vertical que nos persigna. Así, verdad y mentira (agenda oculta y agenda abierta) son mutuamente excluyentes, aunque para la sociología crítica son parte de la misma acción: búsqueda de la hegemonía. Frente a esa falsa dicotomía que tiene su mejor exponente en la política, lo adecuado es tomar distancia de la realidad para observarla en toda su lógica de movimiento y sombras, e incluso tomar distancia de las personas perversas y de las íntimas, por encontradas razones: la mentira no es más que una forma grosera e inversa de la verdad y, en última instancia, es la contradicción en que se expresan las necesidades sociales e individuales: la necesidad de ser-tener y la necesidad de creer, aunque sepamos que nos mienten, y lo aceptamos para no enfrentar el peor de nuestros miedos: honrar el compromiso social de ser una luciérnaga para tener una luz propia que se irradie a los demás.
Así, la mentira se convierte en verdad, se objetiva, se concreta porque deseamos creer (la base que vuelve exitosa a todas las religiones y a la demagogia) no importa que sepamos, en el fondo, que quien nos miente para aprovecharse de nosotros lo hará de nuevo, porque esa es su táctica para obtener éxito, haciendo que la mentira o manipulación se conviertan en una adicción ideológica: las tabacaleras advierten que el cigarro causa cáncer… y eso no le importa al fumador; las cerveceras organizan marchas contra el consumo de alcohol y nadie advierte el cinismo o a nadie le importa; las empresas globales y los políticos locales que trafican drogas patrocinan centros de desintoxicación; los empresarios explotadores hacen colectas para los niños con desnutrición crónica… y los explotados hacen donativos a costa del sustento familiar, sin sentirse estúpidos; los países ricos que viven del armamentismo organizan conferencias sobre la paz mundial y nadie nota el cinismo o a nadie le importa; el ciudadano vota por quien lo engañó con falsas promesas y le expropió las tierras -y hasta la firma y el nombre- sin sentirse usado.
Esas paradojas son posibles porque víctima y victimario tienen sus propias agendas ocultas que les permiten, en los casos perversos, ensayar de ambos lados la relación oprimido-opresor. Pero, no puede ser que las serpientes sonrían a quemarropa y que mi suicidio colectivo rechine como diente podrido y que el presidente vitalicio del mayor partido de derecha llore como cocodrilo insaciable;
no puede ser que yo esté escribiendo mi propio obituario si la ambulancia todavía no llora en público, si todavía las campanas no repican desconsoladas.
Si es bien es cierto que la agenda oculta desgarra las relaciones sociales (la defraudación se convierte en la partera de las revoluciones, y en el caso de la familia en la partera de nuevos pactos con dignidad), también es cierto que cuando las relaciones basadas en ella existen como universal cultural, la mentira es el elemento vital de la reproducción de la cultura y de la sociedad. El valor negativo o positivo que en lo ético tiene la agenda oculta la convierte en un hecho sociológico, en la medida en que lo que se oculta son relaciones de poder que modifican –o pretenden modificar- el comportamiento, haciendo que la verdad y la mentira sean una línea continua. De nuevo, el Dr. Merengue nos ilustra al respecto sobre cómo se maneja la agenda oculta para mantener las buenas relaciones sociales o para manipular a la gente mediante el uso del cinismo, el fraude y la mentira.
Así, la agenda oculta (como instrumento de sumisión predilecto de la burguesía y sus fámulos) que hace que el futuro se someta al pasado y que utiliza a la mentira como arma que se funde en el cinismo (el mentiroso crónico y perverso, para engañar a los otros, es capaz de usar frases como: “la ignorancia de las masas es la principal fuerza de los gobernantes”; “es momento de mirar al futuro”; “Ana Vilma da la cara por mí”; “primero El Salvador, segundo El Salvador…” etc.), linda teóricamente con la administración socio-política del secreto, el fingimiento, el fraude material e ideológico, el silencio, la trampa dolosa y la omisión, todo ello en el denso entramado de la dialéctica que signa los procesos: la lógica continua entre lo que se dice y lo que se calla, para conquistar la justicia o para eternizar la injusticia; entre lo que se muestra y lo que se oculta, para dibujar sonrisas o para trazar lamentos, tanto en la sociedad como en “la familia que amamos”; entre lo que se enjuicia certeramente y el auto-engaño, porque al final la agenda oculta es conocida por la víctima y, siendo así, el mentiroso consuetudinario, el manipulador de oficio, el que es capaz de todo con tal de lograr lo que quiere (incluso “vender” a grandes comunidades) lo que busca es que la víctima (a quien se usó, se abusó y se defraudó) se convierta en carne de cañón y en victimario, al mismo tiempo, porque reproduce la impunidad de aquel.
En definitiva, sobre todo entramado retórico-relacional se producen y reproducen los ajustes ideológicos a través de la línea continua citada, en la que: el secreto, la omisión, el fraude, la manipulación y la mentira poseen una densidad objetiva e incidente (siendo subjetivas); una forma sociológica que hay que saber decodificar en las intencionalidades de poder, por lo que debe comprenderse por encima del valor de sus contenidos en sí, puesto que remiten al núcleo mismo del andamiaje de la acción comunicativa: el significado certero o amañado.
Si comprendemos, con Einstein, que el tiempo-espacio es una relatividad física que permite que las personas vivan en distintos tiempos al mismo tiempo –sin caer en la ciencia ficción- la dicotomía verdad-mentira (agenda oculta y agenda abierta) es una relatividad social, e incluso comúnmente se acepta de buena manera que así sea (por la necesidad de creer en algo o en alguien, a toda costa, debido al peso del peor de nuestros miedos, que es la misma razón por la que, muchas veces, el torturado ama al torturador).
*René Martínez Pineda
Director de la Escuela de Ciencias Sociales, UES