René Martínez Pineda
Sociólogo, UES
El ser humano –cuando es un mediocre consumado- es fácilmente seducido por el poder burocrático hasta el límite de perder la vergüenza y la dignidad con tal de poseerlo, y hasta se disfraza con tal de ganar simpatías que lo acerquen a dicho poder. Desea sentirlo en sus manos, saborearlo, pero al mismo tiempo rechaza el poder en manos de otros, lo que lo lleva a encarnar la paradoja social del oprimido-opresor. De acuerdo a esa lógica se considera que el poder es paralelamente un acto social y la grafía intrínseca de ese acto, por lo tanto es un hecho de forma y contenido. El poder existe, en cualquiera de sus formas e intensidades, en todos los lares del mundo sociocultural y nadie está a salvo de sus tentáculos y cantos de sirena. En ese sentido, podemos afirmar que la telaraña de la vida social está hecha de relaciones sociales asimétricas y de conflictos periódicos –antagónicos o secundarios- no necesariamente visibles. La vida juega con nosotros al “escondelero” y nos oculta tanto las relaciones de poder como sus asimetrías, para evitar, a toda costa, que la madre de todos los poderes sea tocada: el poder económico-político. Al respecto podemos distinguir al menos cuatro expresiones sociológicas de la asimetría: 1) el poder de hacer determinadas cosas (positivas o negativas) y el poder sobre las cosas y las personas (para bien o para mal); 2) la mutación del poder hacia la condición y calidad de símbolo con lo que se despersonalizan los efectos, sobre todo los nocivos; 3) la legalización del poder (lo que no implica que sea legítimo, per se) a través del control de los instrumentos que lo reproducen, como cuando un político se vale de su posición ventajosa para manipular los procesos a su favor; y 4) la enajenación del poder cuando el pueblo, en tanto fuente originaria del mismo, lo delega para siempre en otros y no lo cuestiona ni audita, cediendo así la soberanía del poder que posee. Montando una metáfora, podríamos decir, en términos generales, que el poder es la conciencia del señorío sobre lo propio y lo ajeno cuando ambos están a la mano y en la mano. Pero, amar el poder por el poder mismo –el delirio del mediocre puro- es amamantar la vanidad personal con la dramática codicia de las pasiones instintivas y lleva, irremisiblemente, a la perversión. Por eso, el ejercicio abusivo del poder es visto por las personas –letradas e iletradas- como un acto feroz de violación similar –parafraseando a Octavio Paz, en su “Laberinto de la Soledad”- a la violación sexual en la que el agresor foráneo (el conquistador español, decía Paz) le abre las piernas al indígena para penetrarlo con su lanza, así despojarlo de su dignidad.
Sobre el poder como condición humana para lograr algo –o someter la voluntad de los otros- podemos decir que como construcción social, existe el poder del deseo (instrumento de todas las utopías y hazañas civilizatorias) y cuando el ser humano pierde su signo de humanidad, nace el insaciable deseo de poder, un deseo que es adictivo y conflictivo. Autores como Maquiavelo, Gramsci, Bourdieu y Spinoza afirman que la esencia del hombre es el deseo puro y que es necesario cultivarlo porque forma parte de los constructos culturales cuasi espontáneos. Desde la sociología del imaginario es válido alegar que el hombre es una territorialidad de deseos propios y ajenos –la mayoría de ellos individualistas- sin embargo, debemos admitir que los deseos personales que navegan en el mar del pensamiento son la fuerza motriz de los sufrimientos. Reveses y codicias; excesos y decesos; delirios y pesadillas, son nutridas por deseos creados en la levedad de nuestra mente, tal como muchas supuestas necesidades básicas. Pero tenemos a la mano el poder de la resistencia cuando decodificamos las causas de nuestros tormentos y somos capaces de solucionarlos de forma colectiva. Por supuesto que lo anterior no significa que compartamos la oscura tesis de Malthus que afirma que el deseo –incluido el deseo de someter a otros- es la esencia originaria del ser humano. El deseo, al concretarse es siempre una expresión de poder que tiene una clara y premeditada intención, sea esta individual o colectiva. El líder de un grupo debe poder encauzar la acción social a partir de sus proyectos personales y también de las expectativas de los miembros. Liderar un grupo es un ejercicio político-práctico del poder, de un poder que une y pone en movimiento (aunque nunca se une a todos porque siempre existen intereses conflictivos secundarios), o que divide y pone en estado de apatía social por simple dispersión de esfuerzos. A este nivel hay que diferenciar entre quienes buscan el bien común y los que ejercen el control sobre las masas populares para satisfacer exclusivamente su pedantería y apetito, y de eso hay miles de ejemplos en el ámbito político local y mundial. Por tal razón, antes de analizar y comprender las formas –sutiles y burdas- de su expresión, es fundamental estudiar el poder como producto deliberado de una intencionalidad escatológica. No es tanto la acción sobre los otros lo que importa, desde el punto de vista sociológico, sino más bien la intencionalidad que guía esta acción en función de resultados de expansión. Por otro lado, las acciones que se planifican para buscar poder hay que considerar que deben partir de la valoración de la voluntad social, interna y externa, ya sea para apoyar dicha búsqueda o para hacerse el desentendido al respecto. “El deseo de defender el bien común encubre y legitima, con frecuencia, el deseo de satisfacer sus propios deseos. Según José Antonio Marina, existen tres deseos básicos: 1) el bienestar que es el poder del disfrute (gozo, placer); 2) la posesión de bienes materiales y simbólicos; 3) la afirmación del poder del Yo a partir de la búsqueda de fama y gloria”.