René Martínez Pineda
Sociólogo
Cuando, en 1983, se aprobó, bajo las balas, la nueva-vieja Constitución de El Salvador –una Constitución hecha para la guerra militar y económica contra el pueblo- se terminó de armar un régimen político excluyente y defensor –entre líneas gruesas- de la corrupción y la impunidad sobre la base de un manipulado concepto de la “división de poderes” que supone -o que espera, más bien- que más que una división de poderes sea una división (reparto perverso a raja tabla) entre los rancios dirigentes de los partidos políticos. El objetivo de esa deliciosa perversidad constitucional de la división de los tres poderes del Estado es dejar fuera al poder preeminente, al poder cuyo veredicto electoral y decisorio se le teme: el poder del pueblo, en tanto mayoría calificada en la asamblea de la vida cuyos curules están ocupados por los pobres, por los descalzos, por los malos, por los harapientos, por los feos. La voz cantante de esa división entre partidos se le otorgó a la Asamblea Legislativa para que “negociara”, en lugar de parlamentar, de ahí que esta institución sea la más simbólica de la corrupción, cosa que, por instinto político, el pueblo ha sabido identificar y señalar en todas las encuestas de opinión desde que éstas se convirtieron en consejeras electorales. Esa es la razón por la cual el recinto legislativo era el lugar estratégico (la trinchera) a conquistar en la que Gramsci llamó “guerra de posiciones”, y darle presencia y relevancia en el Estado (que no en el Gobierno) luego de muchas décadas de ausencia en los proyectos e ilusiones populares.
Si estudiamos, desde la sociología de la nostalgia, la vieja biografía salvadoreña en el crisol de la nueva historia latinoamericana, nos daremos cuenta de que lo parlamentario está endosado a lo constitucional o, por lo menos, es su premisa más cercana. Es conveniente citar que, como institución, los parlamentos ya existían en el medioevo, tal como el Parlamento de París, creado en el siglo XIII, y la lustrosa Cámara de Cuentas (que no entregaba cuentas cabales), radicada en la misma ciudad y época. No obstante, la versión moderna del parlamento vio la luz –como tesis teórico-política- en el transcurso del disruptivo siglo XVIII de la mano de la Revolución Francesa que, formalmente, le puso fin a la representación elitista para instaurar –al menos de palabra- la llamada representación del pueblo en tanto soberano. Al final, esa soberanía terminó siendo una soberanía de papel, una soberanía muda y manca.
El cambio de súbditos a ciudadanos –o la invención del ciudadano a través del invento llamado “Estado de Derecho”, el que también usa el alias “institucionalidad democrática”- es resultado directo de la vigencia de un parlamento, el cual, como instrumento jurídico-político, tiene sus orígenes teóricos en el principio de una dudosa y paradójica división de poderes (dudosa, desde que la corrupción cambió los términos del contrato social implícito; paradójica, porque niega al soberano real) que Locke como Montesquieu habían redactado. Como “otro lado” de la historia del poder absoluto –the fateful other side- este planteamiento teórico-político propone diferenciar claramente, en el ejercicio consuetudinario del poder político, funciones diferentes, pero que son al mismo tiempo suplementarias si se tiene una visión holística de nación. Es del dominio público –al menos entre quienes están atentos a la cuestión pública, o inmersos en ella- que la propuesta de la división de poderes exige distinguir un primer poder del Estado (prioridad ordinal tan arbitraria como comprensible) que es el que redacta la ley, cuya tarea le corresponde –per se- a un órgano diferenciado que es, precisamente, el recinto legislativo, siempre y cuando éste no pierda de vista su función parlamentaria. Asimismo, esta propuesta afirma que hay que diferenciar, en segundo lugar, un poder ejecutivo que es el que, en última instancia, aplica las leyes, propone iniciativas de ley y asume las consecuencias de ello, y que esa función debe ser encomendada, explícitamente, a un órgano político-administrativo diferente que es el gobierno; y, finalmente, se entendía por poder judicial el ejercicio del poder para resolver los conflictos prácticos que planteara, en momentos determinados, la aplicación directa de las leyes en el marco de las Constituciones (la norma fundamental) y se encomienda igualmente a un órgano diferente que está formado por los jueces. El punto de la falacia es que, en la mayoría de los casos, este tercer poder del Estado es elegido por los parlamentos, lo cual desvirtúa la citada división de poderes que, por su naturaleza, deberían ser independientes.
En esta concepción tripartita, como puede observarse, el parlamento es el desencadenante y detonante, de alguna manera, del ejercicio del poder político y fue precisamente a dicho parlamento al que se le encomendó como asamblea o poder constituyente definitivamente parlamentario, la redacción de las primeras Constituciones y leyes secundarias, uno de cuyos principios básicos iba a ser, en lo elemental, el de la división de poderes. La historia nos dice que eso terminó en una división entre partidos políticos. El siglo XIX fue, para América Latina, el gran siglo del constitucionalismo, el siglo-institucionalidad cooptada, el siglo-falacia jurídica, en un primer momento como un calco de lo europeo, es decir como una copia apócrifa de la Constitución francesa de 1791, ya en los albores del siglo, como de la americana de 1787 y la española de Cádiz, de 1812. A través de todo el desarrollo, la injerencia nostálgica de lo colonial y la expansión inevitable que tiene en Europa, primero, y en América, después, el modelo constitucional se va configurando un perverso esquema de parlamentarismo sin debate que, a grandes rasgos, se mantiene hasta nuestros días y que en muchos de sus aspectos –los más patéticos- es claramente decimonónico y de inspiración filibustera.
Por el contrario, en el siglo XX, se ha producido el fenómeno de la universalización del constitucionalismo, de tal forma que un modelo genuinamente europeo ha sido exportado como modelo de organización política a Estados y a culturas políticas bien diferentes en otras partes del mundo, lo cual fue un desatino deliberado, así como fue un desatino encomendarles a los abogados –y solo a ellos- la redacción de las Constituciones.