La Bestia

Álvaro Darío Lara
Escritor/Poeta
Colaborador de Trazos Culturales

Primero fueron los gatos. Gatos salvajes y domésticos que fueron encontrados horrorosamente destripados. Son comunes las escenas de animales cuasi devorados en el bosque. Pero nunca ni la cantidad ni la frecuencia de gatos en la pequeña aldea de paso. Luego los perros, stuff y finamente, here los cervatillos, diagnosis pequeños, inofensivos, víctimas de una crueldad que parecía no tener límites.

Muchas versiones circularon, entre ellas, y con gran fuerza, las historias de brujas y de toda clase de monstruos. El miedo gravitaba, yendo desde los sembrados hasta las casas de los ricos. Pero, como suele suceder, al cabo del tiempo, y ante la ausencia de más hechos lamentables, las energías se fueron decantando por toda clase  de explicaciones y de fábulas cómicas, y la aldea creyó haber desterrado el peligro.  Así, hasta ese cuatro de abril, cuando el cuerpo del hijo menor de José, el tipógrafo, apareció desmembrado, en las márgenes del río, con evidentes señales de haber sido mordido del cuello. La mayoría de su musculatura había sido arrancada.

La noticia corrió de boca en boca, entre la gente de la región, que no terminaba de explicarse qué había ocurrido, pues las bestias del bosque hace años habían sido exterminadas, como producto de la creciente población, que se encargó de hacerlas desaparecer.

La autoridad local respondió dando inicio a las investigaciones, y de la metrópoli llegaron refuerzos  que hacían preguntas y tomaban notas. Se comenzó a descartar la venganza, ya que las probabilidades de ésta hacia la persona de José, concretada en su hijo, eran muy poco probables. El tipógrafo era muy apreciado, y no tenía enemistades.

Todavía se encontraban los indagadores en la aldea, cuando el cadáver de Félix, un niño pelirrojo, hijo de un granjero, fue abandonado en las afueras, en condiciones similares a las del primer crimen. No habían transcurrido dos semanas entre uno y otro asesinato. Ambas muertes parecían ser obra de una bestia, por el tipo de mordedura, las huellas, la brutalidad de la saña, y un patrón que comenzaba a repetirse, la noche. Puntualmente la noche. Pero, ¿cómo iban a parar los asesinados a lugares tan distantes de sus casas, cuando todos, dormían en el interior de ellas plácidamente?

La población estaba aterrorizada. Aún no se construía ninguna ruta posible que explicara tan trágicos sucesos, cuando Gabriel, el acólito de la parroquia de la Anunciación, fue encontrado sobre el altar mayor, descuartizado, en un siniestro espectáculo de sangre.

La aldea comenzó a organizarse. Los hombres hacían rondas nocturnas y diurnas, esperando dar con la diabólica criatura que ocasionaba semejantes muertes. Pronto revivieron las viejas leyendas, se decía que seguramente se trataba de un hombre lobo. El séptimo varón nacido, después de una cadena consecutiva de seis niñas. Insensible a la picadura de los mortales insectos y víboras, nunca enfermo, de poderosa mirada hipnotizadora. Silencioso y  huraño en el trato.

Para los investigadores eran únicamente mitos.  Sin embargo, había una circunstancia  que parecía coincidir con las creencias populares: todos las muertes habían ocurrido en altas horas nocturnas y precisamente, en noches de luna llena.

Cuando los crímenes llegaron al sexto, algunas familias comenzaron a abandonar la aldea en medio de un terrible hermetismo. Pocos informaban ya a las autoridades. La mayoría de los hombres prohibían a las mujeres y niños permanecer fuera de las casas.

Los esfuerzos se redoblaron al máximo. El asesino tenía un comportamiento adicional, todas las víctimas eran niños varones, nunca una niña. Todos destrozados, mordidos del cuello, devorados.

Después de tres meses de terror, una mujer fue atrapada, semidesnuda, huyendo por el bosque en dirección del antiguo convento del Carmelo.

En los establos de Crisanto González, el cuerpo ya sin vida, del séptimo niño desaparecido unas horas antes, era claro en apuntar hacia la enloquecida mujer, que bramaba como una fiera, sucia, maloliente y aún con abundantes señales de sangre en la boca y el cuerpo. Fue una proeza capturarla con vida. El pueblo entero clamaba por vapulearla. Fue esposada y conducida al fuerte San Antonio.

A la mañana siguiente, el Teniente Gómez no pudiendo soportar más la presión, convocó al juez y al Canónigo Belloso, representante del obispo más próximo, para realizar la formalidad. Nadie la conocía. Nadie pudo dar paradero de ella. Pero todo era claro. Fue ahorcada, acusada de los espeluznantes asesinatos por parte de la autoridad civil, y declarada bruja por sentencia eclesiástica. La iglesia insistía en dejar expuesto su cadáver, en el bosque, negándole la sepultura, sin embargo, ya no eran los tiempos de la inquisición, corría  la mitad del siglo XIX, y pese, al poder del clero, esto era ya inconcebible. En consecuencia,  la autoridad civil, enterró su cadáver ese mismo mediodía.

Por la tarde, después de la siesta de las tres, Gómez fue despertado por Godínez, su colaborador más cercano. Sor Salvadora de la Cruz, Priora del Convento del Carmelo, solicitaba una audiencia. Gómez la hizo pasar reverenciando su rango y dignidad. La religiosa tomó asiento, saludo cortésmente, y dijo que iría directo al asunto, al tiempo que depositaba tres balas de plata sobre la palma nerviosa de Gómez. Dijo que la ahorcada era la Condesa María Auxiliadora de Urbino, una joven italiana, perteneciente a la alta nobleza, quien no podría descansar en paz, si antes no recibía, los tres santos disparos, directos a su corazón. Que las balas de plata procedían de un finísimo crucifijo que fue fundido a tal efecto, por su padre, quien la confió al convento, tratando de evitar su fatal destino, pero que previó todo.  Sor Salvadora, aseguró que en los últimos meses, había sido imposible contenerla, ya que, posesa del demonio, en noches de luna llena, no hubo puerta ni cerradura que se le resistiera.
La priora no dijo más. Se levantó. Inclinó el rostro en señal de despedida, y abandonó serenamente la estancia. El teniente Gómez, depositó las balas sobre su escritorio y llevándose la mano derecha al revólver, recordó, vívidamente, las siete estampas de sangre.
Afuera, el viento atravesaba los pinos, proclamando, la maravilla de la Creación.

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