Mauricio Vallejo Márquez
Escritor y editor suplemento Tres mil
Esos niños habitan una burbuja. Así es desde el principio. Mi padre y los demás vieron la muerte, por ello se resistieron y se alzaron en armas. Pero, fue inútil, desde la burbuja siempre tenían la forma de detenerlos, y si no los detenían ellos, nuestra gente era suficiente freno.
Los que sobrevivieron tuvieron dos opciones: seguir fuera de la burbuja y morir de a poco o intercambiar almas y habitar en esa burbuja que dominaba el paisaje.
Así vi a mis tíos correr a lo seguro y procuraron encerrar a sus hijas en sus casas, en sus vidas y en un círculo limitado donde no llega la muerte. Una burbuja que se conecta con otras en cada ciudad del mundo.
Observé mientras crecía y desde la llanura como aquella burbuja se iba elevando. Era tan lejana. Pronto no tuve dinero ni recursos para subir, y el nexo se perdió. Ellos se olvidaron de mí, y yo vi cómo se iban olvidando.
La primera hambruna que vivimos terminó la noche en que vendimos el alma. No quedaba nada de comer más que nosotros mismos, y aunque algunos decidieron devorarse entre ellos, sobrevivimos. Tuvimos que hacer aquella fila en la que uno de los de la burbuja tasó el alma de cada uno por una dieta vitalicia. Otros bajaban a divertirse y nos cazaban, a cambio les daban tubérculos a nuestros desnutridos niños por las molestias.
Los que no vendieron el alma terminaron mutilados y muertos, volviendo más pesado el aire. Nos llenamos de arrugas, nos encanecimos y comenzamos a encorvarnos mientras la burbuja se miraba lozana y eterna. Mis primas parecían mis hijas y no sabían qué pasaba al otro lado de su mundo.
La vida es irónica, la muerte igual. Nosotros estábamos más que muertos. Nuestra tierra producía todo para la burbuja. Los nuestros solo veían pasar la comida. Nuestro aire era pesado, nuestra agua sucia, el calor era insufrible. Es irónico como seguíamos vivos, mientras que en la burbuja su aire acondicionado los mantenía en 20° grados, nivelaban su sol, limpiaban su agua. La distancia era más grande cada vez y la diferencia desbordaba.
Nuestra gente sufría cuando caminaba. Nos hacíamos viejos rápidos y olvidamos divertirnos. Todo era alimentar la burbuja, hacerla crecer. Nada más importaba.
Tenían fiestas en las que los excesos y sus risas estallaban en nuestros silencios. Sufríamos más por la falta de sueño que por el deseo de estar en ellas. Y así se fueron sumando los días. Y así fuimos menguando.
La burbuja se fue haciendo chica. Mis tíos sumaron a mis primas y llegaron los sobrinos y el número creció. Mientras nosotros íbamos en descuento, ellos aumentaron. Pronto dejaron de pedir legumbres y animales y comenzaron a pedirnos nuestras piernas, nuestros brazos para alimentar su voracidad. Ese fue el momento en que me negué y comencé a esconderme. Lo bueno es que habían olvidado que existía. Comencé a comer lo que encontrara, insectos, cartón, cortezas, raíces. Estaba en los huesos, era la segunda hambruna.
Vi morir a muchos y me quedé solo. Por esas rarezas de la vida comencé a contar lustros y lustros. Mis sobrinos tuvieron nietos y esos nietos tuvieron bisnietos. Ellos vivían mucho tiempo con apariencia de jóvenes, saludables. No llegué a comprender porque este decrépito anciano seguía en pie. No busqué explicación, solo seguí escondiéndome y observando.
En la desesperación los habitantes de la burbuja quisieron salir para buscar comida. Pero, como si visitaran un nuevo planeta comenzaron a morir en cada incursión. No toleraban nuestro aire. Al darse cuenta idearon trajes como los espaciales, y les resolvió un poco el problema. Pero no les sirvió de mucho porque la travesía era peligrosa, llena de muerte. Se enfermaban, por más medicinas que tuvieran encontraban la muerte.
Era como si ella se le antojara habitar su mundo, mientras la vida se había quedado conmigo.
Entonces comenzaron a matarse entre ellos. Yo lo vi. Vi cómo se devoraban con mayor voracidad que nuestra gente, los vi lamer la sangre en el piso y les vi hacer indescriptibles cosas por hambre, se transformar en animales. Todo estaba descontrolado, entonces vi que tras una de las cuevas había una mujer de las nuestras.
Me observó. Estaba perplejo, creía que era el último. Le sonreí, ella me sonrió.
Fue ese momento cuando tomé la decisión. El pulso me temblaba y apreté los párpados tanto como pude para soportar el estallido. Acerqué mi mano a la burbuja, y con este diminuto palillo de dientes que aún conservo la reventé. Se escuchó un ligero “tric”.
Cuando abrí los ojos vi la sonrisa más bella que había visto en mi vida, ella me miraba. Fue como volver
a nacer.
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