David Saúl Rodríguez-Araujo
Casa de infancia, casa abandonada, casa adorada. Casa de erguidas y blancas paredes, apoyadas en horcones de madera que se retuercen como serpientes en búsqueda de luz. Horcones de madera dura y seca, impávidos testigos de dos siglos cabalgando sobre las pesadas vigas, que sostienen.
Las puertas de cedro, con heridas de la guerra, son altivas y orgullosas. Faltan las persianas contra las miradas indiscretas de los que pasan. Ahí están las dos gradas en la entrada. La primera está hecha de piedra antigua, labrada con martillo y cincel. Es mineral puro en que sueña el alma humana. La segunda es de concreto, piedra molida, sin conciencia de su origen, confundida por el bullicio del tiempo.
El nivel del piso hace un ángulo de treinta y dos grados con la pendiente de la calle, que antes era empedrada y arropada por la sombra de un árbol de calistemo, amigo de colibríes juguetones. De aquella calle solo queda el recuerdo y un torrencial invierno, un temporal, en el que jugábamos a ser piratas con nuestros barquitos de papel. Sus cañones y pólvora nacieron de la imaginación infantil y de los combates que a veces despertaban el letargo del viejo pueblo.
La cocina que hoy es negra y oscura fue en su momento el corazón de la casa. Cocina cálida, llena de luz. Miles de chispitas encendían por debajo del negro comal. Sofocado por las caricias flamígeras del alma de Sagatara, ofrecía encantador espectáculo, que para nosotros era como una guerra. La guerra entre el bien y el mal, dibujada por luces sobre un fondo negro. Nuestras almas ingenuas lo contemplaban desde un taburete, mientras la abuela echaba las tortillas.
La olla, hecha también de barro, era el oasis de ese licor café oscuro, aromático, ácido y corpóreo, que entonaba nuestro sistema nervioso. Un sorbo y el pensamiento salía volando por la ventana. La ventana cerrada con aldaba, incapaz de impedir la fuga. ¡Qué emoción era ver desde lo alto, desde arriba, el valle del río Lempa! Esa hermosa y exuberante serpiente de plata que baña y fertiliza el reino de Cuscatlán.
En lugar del fuego sostenido por el viejo Huehuetéotl, hoy solo hay oscuridad. Oscuridad en la cual anidan y cuelgan del techo corroído por el tiempo, unos murciélagos tan negros como el hollín que mimetizan. Las paredes dan la impresión de una cueva que, en vez de pintura rupestre, tiene un mural. Es un mural pintado en cal y lluvia, pareidolia abstracta y fugaz.
El jardín melancólico que alguna vez tuvo copos de nieve, príncipes negros y sultanas multicolores es ahora solo una representación psíquica del pasado, en vivos colores. Los mangos, los arrayanes y los jocotes son solo sombras de divinos sabores. Hoy, una enredadera de güisquil cubre el patio. Ese patio donde alguna vez secamos, con ayuda del Sol Naciente, aquellos hermosos y sangrantes granos de café. El patio donde el sol de medio día calentaba el agua, para bañarnos chulones y contentos como si estuviéramos en el vientre materno. El jardín melancólico murió hace tiempo, pero el fantasma de su osamenta flota alrededor.
La casa luminosa, como el jardín melancólico, ha muerto paulatinamente, viendo la montaña y el río de piedra. La piedra de indiferencia. El alma de la casa ancestral, mezcla de lo indio con lo criollo, que impregna todavía sus horcones, sus piedras, sus vigas, sus puertas, sus ventanas y su techo de tejas, se resiste a dejarla. El alma ancestral brilla todavía bajo el manto azul de la noche que la envuelve como esperando a los tres reyes magos… es decir, el regalo de la luz para renacer.