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La casualidad me llevó al Kung Fu

Mauricio Vallejo Márquez

coordinador

Suplemento Tres mil

 

Raúl bajó de su carro con su karategui (traje para practicar karate) y, generic como estaba de moda aquella película llamada Karate Kid, medical tuve curiosidad. Mi amigo practicaba el arte marcial en una escuela de no me acuerdo dónde, y yo le pedí a mi mamá que me inscribiera, porque quería aprender, igual como lo hacía Daniel con el señor Miyagi.

Mi mamá se las ingenió y supo de clases en el parque de la Satélite. Me sentí tan feliz cuando supe la noticia, y me preguntaba que cuándo me darían el karategui. Al llegar, el maestro tenía una camiseta blanca y un pantalón negro. ¿Será que estamos en el lugar correcto?, me pregunté. Pero bueno, la confianza en mi mamá me dijo que debía seguir. Yo le pregunté al maestro si usaríamos el dichoso traje, porque yo aún no lo tenía. Él con una sonrisa me dijo que no, que no lo iba a necesitar, que a lo sumo me consiguiera unas chinitas (zapatillas chinas).

De inmediato comenzamos a hacer ejercicios básicos que él denominó “El jinete”. Pasábamos docenas de minutos aguantando la posición y luego haciendo movimientos como “El arquero”. En fin, la educación iba en aumento y al encontrarme con Raúl le conté. Él me dijo que eso no era Karate do. Y entonces comencé a tener más dudas. ¿Si no es karate, qué puede ser?

No me animaba a hacer una pregunta que parecía tan obvia. Llegar donde el maestro y preguntarle si era karate lo que nos enseñaba me parecía absurdo. Con los meses iba escuchando todo tipo de nombres para los movimientos: El tigre, la garza, el mono… Mientras mi amigo me decía que en ningún momento le llamaban así a lo que él aprendía, sino que se las enseñaban como patadas y un largo etcétera.

Cuando comencé a ver que mi amigo sumaba cintas (oguis), sí pregunté. Ya tenía mis millas ganadas, me dije. Así que me acerqué al maestro. Entonces el sonrió y me dijo: “En Kung fu no damos cintas”. Los ojos se me abrieron a buenas orbitas. Kung Fu, como las películas que a veces me quedaba viendo a medianoche cuando había electricidad.

A partir de ese momento, el Kung fu tuvo otro lugar en mi vida, aunque en mi adolescencia escasamente lo practiqué. Volví a hacerlo con el maestro Li Ching Han, quien además me enseñó Tai Chi Chuan, también gracias a mi mamá. No hablaba más que dos palabras en español y su inglés con acento taiwanés era todo un reto al principio, pero luego me acostumbré. Ese hombre delgado y de cabello blanco me enseñó tanto. Me encantaba pasar horas en ese movimiento lento que parecía una danza, balanceando energía de un lado a otro. Quizá es una de las disciplinas que me ha dado mayor equilibrio.

La casualidad me llevó al kung fu, por querer aprender karate do. Más tarde llegué al judo, pero esa es otra historia.

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