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La ciudad: seducción erótica del concreto migrante (1)

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

La relación cotidiana de rozamiento dérmico entre sujetos -individuales y sociales- de distintas culturas -o con inocuas gamas culturales que nacen de una misma matriz- es un hecho sociológico específicamente humano desde el inicio de la humanidad como construcción social que, en tanto proceso de adaptación, somete lo biológico a lo social en la medida en que las personas se desplazan por todos los rumbos del planeta usando el pasaporte de la herencia cultural y la visa de la urgencia vital. A lo largo de la historia -y a lo ancho de la lucha de clases que la dinamiza- de los únicos seres capaces de construir una, en lugar de sufrirla, las constantes migraciones han puesto en evidencia que la frontera es, al final, una línea ficticia, endeble y agujereada que posibilita la combinatoria entre grupos con imaginarios y prácticas culturales diferentemente iguales. En estos veinte años, la mezcolanza cultural se ha diversificado significativamente debido al avance vertiginoso de la informalidad -que nos ha expropiado las aceras y los acentos-, al desarrollo de los medios de transporte, y a la inédita explosión de la tecnología de la información-comunicación, y estos últimos dos hechos han provocado que la distancia sea una relatividad social. Ahora bien, esa revolución de la información que tanto alaban los neoliberales ha implicado una involución de las relaciones sociales cara a cara, la que, aunada con la fijación de la globalidad del capital, ha desencadenado un contexto nuevo de presencias, simultaneidad y ausencias entre personas muy diversas, y eso está incitando a que la ausencia impere sobre la presencia, o al menos esa es la pretensión del capitalismo digital.

En esas condiciones de mezcolanza tutelada, la globalización implica una densa hojarasca de incertidumbres, rutinas y bitácoras distintas que han hecho de la cotidianidad un amasijo de tensiones y, además, de pretensiones estériles por salir de una vida estéril haciéndole apología a lo inmediato y a lo deforme. Estamos en la era de lo inmediato, de lo deforme, de las ausencias; estamos en la era de la invisibilidad visible, en la era de lo cercano y lo lejano, del vacío lleno de gente, de la atomización de los cuerpos-sentimientos. Estamos, en este momento, en una coyuntura en la que el mundo se recrea desde las ausencias y sin creencias utopistas de unificación de los países pobres que caen juntos, pero que se separan en el suelo. El reto que nos plantea esa compleja hojarasca modernizada con un mestizaje cultural continuo, sobre todo en lo urbano –el término hojarasca significa “conjunto de las hojas que han caído de los árboles”- tiene varias aristas sociológicas. Por un lado, las sociedades se han acostumbrado -perdiendo sus costumbres propias- a una realidad global migrante que se conecta con ellas, desconectándolas, y que les permite conocer y contrastar su forma de vida respecto al de personas de culturas ajenas, lo cual sería meritorio si se avanza cultural y socialmente.

Y es que la realidad multi-conectada -y desconectada, simultáneamente- que signa al siglo XXI (el siglo-ausencia) no debe definirse y reducirse a la globalidad económica del mercado como punto de encuentro (la que siempre ha sido buscada a través de las constantes migraciones que han hecho de las ciudades una erótica del concreto, en tanto crisoles culturales que seducen) que proclama el neoliberalismo, sino concebirse como un complicado, secreto y denso proceso, forzoso y alucinante, que ha hecho que millones de personas vivan de facto y de jure en una relación social planetaria de inter e intra-dependencia, real y formal, que modifica su cotidianidad, ya sea porque la suplanta o porque la somete. Esa lógica que construye contextos cosmopolitas en la ciudad es un hecho histórico y sociológico inexorable que se evidencia, en lo positivo, en la redacción y actualización permanente de los derechos humanos universales, y, en lo negativo, en la supremacía indiscutible tanto de las empresas globales como del terrorismo global que éstas implantan. En el caso europeo, pongamos por caso, todo lo anterior derivó en la creación del euro como moneda única y en el acompañamiento colectivo de las guerras de expropiación lideradas por los Estados Unidos.

Por otro lado, la nueva magnitud y actitud del acto migratorio –del campo a la ciudad, cuando la agonía carece de recursos, y de países pobres a ricos, cuando existe una mínima solvencia económica para pagarle al “coyote”– ha acelerado, consolidado y deformado los procesos de urbanización a escala planetaria, siguiendo (imponiendo, en la inmensa mayoría de casos) la línea urbanística del imperio. Según datos del Banco Mundial -y por primera vez en la historia de la humanidad- más del 55% de la población mundial vive en centros urbanos -muy disímiles, por cierto- que instauran una seducción erótica del concreto migrante. La hacinada cohabitación en grandes ciudades –y sus inevitables metástasis en los márgenes- ha provocado que personas con los más diversos imaginarios socioculturales e identidades colectivas (nacionales, locales, religiosas, profesionales, ideológicas, etc.) se sometan a aquella seducción erótica y -haciendo recordar los hechos del flautista de Hamelin- acudan y se relacionen cotidianamente en los espacios públicos urbanos que se privatizan cada vez más. En Europa, ciudades multiculturales como Bruselas, Berlín o Barcelona –en donde casi el 14% de la población son inmigrantes provenientes de más de 110 países– y en América Latina, ciudades como México, Buenos Aires, Lima, Sao Paulo y San Salvador, encarnan de forma paradigmática la emergente relación de inter e intra-dependencia que se da -en múltiples tiempos y espacios muy diferentes que se dan al mismo tiempo- entre extraños. En este sentido, la urbanidad se presenta como el horizonte de la condición personal y de la convivencia grupal.

La sociología urbana da cuenta de lo anterior y acepta la urbanidad multicultural como un hecho tangible para quienes viven en sociedades industriales avanzadas y, simultáneamente, para quienes viven en sociedades expropiadas que son convertidas en depósito de lo desechable. Y es que las relaciones urbanas definen y delinean las vidas no sólo de quienes viven en las grandes metrópolis, sino también de quienes viven en poblaciones suburbanas y en ciudades medianas y hacinadas. En esas circunstancias, la vida social está construida sobre los pilares de la relación temporal y espacial entre las personas hasta el punto en que todo el mundo depende de las actividades de personas extrañas que pueden ser cercanas, aunque nunca se les haya visto. Esto último lo hizo palpable la gran cuarentena.

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