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La ciudad: seducción erótica del concreto migrante (2)

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

En términos políticos, culturales, sociales y económicos, la ciudad se construye sobre las espaldas mojadas de personas diferentes que, en el transcurso de sus relaciones cotidianas piel a piel, o de sus necios encuentros fortuitos, se vuelven culturalmente similares, aunque nunca dejen de ser distintas. Es por esa razón que la noción de ciudad es un tributo sociológico a las paradojas -al menos la versión clásica- en tanto es sinónimo de pluralidad y singularidad; fascinación y desilusión; complejidad y simpleza; revoltijo y pureza; arraigo y desarraigo; amor y odio; cercanía y lejanía; y, sobre todo, un constante ir y venir -y volverse a ir- sin haber traspasado sus fronteras. Esos son los factores que, conjugados, constituyen la seducción erótica del concreto migrante (erótica por ser pasional), pues los habitantes de las grandes ciudades quieren irse de ellas sin dar ni un paso, o quieren regresar sin retornar, y esas son las paradojas del concreto, pues no te puedes ir sin quedarte, ni quedarte sin irte. Esa seducción es más palpable en ciudades como Buenos Aires, La Habana, Berlín, Porto Alegre, San Francisco, Los Ángeles, Nueva York y, con mayor intensidad y calor, en el San Salvador cuyo rostro histórico -lleno de anécdotas de grandeza y vileza- permanecía oculto por los vendedores que nos expropiaron las calles y aceras para que las crisis del capitalismo no fueran tan hirientes. Desde esa perspectiva paradójica, la ciudad puede ser definida y vivida como la territorialidad del imaginario -y no un territorio- donde extraños que son muy familiares conviven y sobreviven migrando, o sea como un entorno en el que se respira la libertad, estando presos, y se es fiel a sus raíces convirtiéndose en alguien diferente.

En otras palabras, la dimensión, densidad y complejidad cultural de la ciudad se comprende en el marco del incremento y diversidad de las migraciones de gente con culturas diversas que le dan sentido a la multiculturalidad que se transforma en culturalidad. Y es que, en ningún otro tiempo-espacio amurallado y compartido por las personas se vive y sufre, con el mismo ímpetu erótico, la densa hojarasca de contradictorias-armoniosas relaciones sociales entre extraños (con quienes se puede haber convivido durante años) que tienen distintas identidades porque tienen una identificación no compartida; imaginarios culturales distantes que viven juntos; y relatos e imaginarios culturales de distinto color que se vuelven un solo color en el relato de la subsistencia económica y amorosa, así como en el de la sobrevivencia política, debido a que las ciudades son también la patria interina de los exiliados. En esa lógica, los valores distantes que se acercan cada día y los comportamientos desconocidos que se dan la mano, son el signo de la vida urbana y la marca patentada del concreto con el que se edifica una cultura sui géneris con una memoria histórica consensuada en la que cientos de miles de personas se vuelven familiares sin más ritual cultural, ni trámite administrativo, que el de la experiencia consuetudinaria de convivir bajo el mismo techo del mismo embrujo de una seducción erótica que no comprenden y no quieren comprender para que no pierda su magia. Siendo así, la vida en la ciudad -o el deambular por ella para ganarse la vida- llega a ser un consenso cultural de imaginarios colectivos que no dejan de ser individuales en la actitud de tolerancia y en la curiosidad hacia lo otro porque se conoce a los otros que lo encarnan, y ante los cuales hay que mostrar lo que son los nativos de dicha ciudad.

En esto último radica la importancia cultural de recuperar el centro histórico de las ciudades, develando, restaurando y masificando su arquitectura histórica (el rostro humano del pasado) para ligarla a la memoria y a la identidad de los que conviven con extraños y, con ello, inventar otra disposición y otra paráfrasis de las relaciones sociales cotidianas entre personas con cunas diversas que pactan ser iguales sin firmar ningún documento. Por otro lado, así como los habitantes de la ciudad sienten curiosidad hacia lo otro y los otros, también se sienten seducidos por lo que no es de su propiedad, o por lo que desconocen cómo funciona, pero que les gustaría fusionarlo a lo que sí conocen o les pertenece. Esa curiosidad mundana, cuando se endulza con la seducción erótica pagana propia de la ciudad, se muestra como la urgencia por proclamar la victoria definitiva de la fusión cultural transitoria (otra paradoja), de lo mixto del imaginario mientras dura el rozamiento dérmico en la calle; del mestizaje para hacer de la cultura un aprendizaje que se adapta a lo desconocido de los desconocidos; de lo impuro de lo que es puro cuando se trata de relaciones sociales tangibles. Desde esa óptica sociológica, la supuestamente caótica hojarasca de lo urbano –arremolinando las hojas de la incertidumbre de lo certero y la heterogeneidad de lo homogéneo- suplica e implica -desde la fundación de Uruk, en Irak- una erótica y una retórica codificada en el concreto migrante.

En tal sentido, la ciudad es, por designio cultural, el espacio en el que se juntan tiempos diferentes -el presente es la cama en la que el pasado y el futuro fornican sin remordimientos- que seducen a los habitantes con la desnudez erótica de lo distinto e intercultural. La curiosidad por lo otro; la celebración del orgasmo de ser distintos a los otros; y la inevitable atracción urbana por lo extraño o desconocido -una auténtica erótica de la territorialidad y la migración- se constituyen en una movilidad sociopolítica que se codifica y decodifica en un contrato social de ritos, mitos, hábitos, creencias, comportamientos colectivos y destrezas individuales significativas para darle armonía y fluidez a las impuras relaciones sociales entre diferentes que se vuelven iguales en su identidad como habitantes de la ciudad, más que del país. En esto radica una nacionalidad que no lo es en sentido estricto, pero que es un sólido sentimiento que podríamos llamar “patria urbana” o “Estado-ciudad” que provoca que millones de personas proclamen y reclamen su estancia en el planeta, no como oriundos de un país en particular, sino como cohabitantes y pregoneros de una ciudad que aman y odian; que los seduce y desprecia; que los enorgullece y avergüenza: bonaerenses, berlineses, londinenses, parisinos, neoyorquinos, sansalvadorenses…

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