René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)
Analizar la ciudad como seducción erótica del concreto migrante hace tangible la necesidad de construir otros discursos e identidades que generen emociones comunes entre los miles de extraños que, diariamente, conviven en ciudades de signo cosmopolita. Más que restaurar el pasado y fetichizarlo, lo cual es bueno en la frontera de una memoria compartida, hay que desechar los ritos culturales y sociales que reproducimos ayer y que resultan funestos hoy, o sea que hay que librarse de prejuicios y herencias malditas para entrar sin obstáculos en el tiempo-espacio de la aventura humana del descubrimiento del que habló Octavio Paz: reconocernos en las tertulias de sus teatros, que deben proliferarse; ser la razón de ser del pasado prendido de los balcones coloniales; inventar otra solidaridad municipal con gente de todos lados; escribir y suscribir en las aceras y esquinas sospechosas las legitimidades migrantes; armar en la fachada de las cafeterías bohemias, el rompecabezas de los valores como cuerpo-sentimientos; identificar las múltiples identidades que mutan como una sola; quitarle la mascarilla a los edificios históricos -olorosos a sándalo y maíz tostado- para volverlos a descubrir como puntos de referencia cultural con los que hay que sentarnos a charlar e intercambiar telegramas escritos con agonía.
En la ciudad, a diferencia de otros tiempo-espacios uniformes, las personas aprenden a desmadejar las relaciones sociales y a sumergirse en un confuso mar de representaciones, relatos y prácticas simbólicas transfronterizas importadas de lo rural y de otros países. Si la seducción erótica urbana y la cultura que conlleva son un referente de la aventura de los sentimientos compartidos -elementales en toda dinámica multicultural-, es porque comprender-emprender la construcción de una sola identidad con piezas de múltiples identidades es algo específicamente sociológico y técnicamente migratorio. Entonces, el imaginario colectivo y los comportamientos urbanos son un pacto social entre “nosotros”, “los otros” y “ellos”, que demanda una comunicación y negociación permanente -y a veces áspera-, sobre todo en el espacio público que es el campo de acción y afectación de las alcaldías.
Por esa razón, la ciudad seduce eróticamente a quienes la habitan, visitan, usan o abandonan, actos en los cuales llegan a interpretarla culturalmente. Siendo así, la recuperación del centro histórico, de cualquier ciudad, es una acción hermenéutica (¿cuál es el espíritu de la ciudad recuperada?) y una lección de historia que vuelve más negociable lo urbano entre extraños que tienen intereses y experiencias distintas. En los espacios públicos urbanos las personas interactúan dentro de un conjunto de instituciones, públicas y privadas, que terminan incorporando a sus cuerpos-sentimientos bajo la forma de intereses que van más allá de considerarlas como feudos familiares o diversamente sociales, debido a que, con el correr del tiempo, los habitantes de las ciudades construyen una personalidad social signada por las ansias audaces de toparse con personas extrañas con las que hablan de política, comercian inquietudes y necesidades, o comparten actividades lúdicas sin preocuparse de que tales relaciones las difuminen en un ser homogéneo aunque, por momentos, luzcan y actúen como tal.
Esa paradoja se debe a que las personas que habitan en una ciudad se juntan en su separación y están ligadas unas a otras sin estar atadas. Juntarse sin fundirse significa tener problemas e intereses comunes y conflictivos que se resolverán de inmediato, aunque no se compartan. Y es que la vida en la ciudad es una densa hojarasca de actos económicos; de distribución de los ingresos y las aceras; de negociación de los asientos en el transporte público; de intercambio de sueños y desvelos; de charlas triviales sobre temas trascendentales; de celebración de ritos culturales que permite que quienes la habitan tomen conciencia de que dependen de los otros -de los extraños conocidos que nos venden pan francés, café, ropa usada o televisores- para sobrevivir día a día.
Al final, la vida urbana termina construyendo nuevas afinidades e hibridaciones entre personas y tribus urbanas que se mezclan para no dejar de ser lo que son. En esa lógica, la experiencia citadina –tanto en el centro histórico como en los barrios que tiene en los márgenes- nos evidencia que las fronteras entre las identidades son tan leves como arbitrarias cuando de sobrevivir se trata en el marco de lo que llamamos cotidianidad, la cual es un tiempo-espacio en el que las personas actúan en público en la diversidad de actividades que florecen en las calles, parques, aceras, iglesias, ventas y comunidades, actividades que -por ser relaciones cara a cara- entusiasman y promueven el diálogo horizontal que es el que genera un sentimiento de vecindad y compromiso mutuo.
Entonces, la recuperación de los centros históricos debe, además de develar los edificios, convertirlos en referencia de la promoción de actividades culturales que, por su propio peso, fomentarán el comercio, la educación, la identidad, el diálogo, el civismo y el debate público en una cotidianidad extraordinaria aromatizada con el sándalo de la seducción erótica de lo urbano que, por su diversidad y aventurerismo, rompe el himen de las rutinas y, con ello, enriquece nuestra propia identidad. Todo eso es así porque la vida cotidiana es el espejo de la historia que excita e ilusiona con su concreto migrante; es la riqueza de la sociedad; es la esencia de cómo podemos explicar lo furtivo de lo que está encima y comprender la raíz. En esa línea, analizar la vida cotidiana de la ciudad como seducción erótica es llegar a comprender el porqué del sin fin de comportamientos y formas de pensar en el laberinto urbano que tiene pasadizos de alegría, nostalgia y tristeza que invitan a quedarse en ella o a huir de ella. En términos sociológicos, la vida cotidiana es un ser geométricamente trazado y reproducido en las diferentes formas y matices que asume nuestro modus vivendi urbano, que es el que le da sentido a las recuperaciones que deben incluir foros y espacios públicos accesibles a toda una diversidad de personas -sobre todo a las de menos recursos- con el objetivo de devolverles la voz, la memoria y la cultura con acciones multiculturales que revelan que la ciudad es, por definición e historia, un hábitat intercultural que está destinado a darle relevancia al espacio público como un escenario privilegiado de interacción cultural no privatizada, es decir, como el lugar donde cohabitan, caminan, murmuran y se cruzan, con mayor frecuencia, intensidad y asombro, las bitácoras y relatos de vida de personas anónimas y- culturalmente extrañas entre sí, pero que son tremendamente familiares y que son, cuando el alba es el primer milagro del día, nuestros parientes de la erótica.