@renemartinezpi
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Todos los 11 de noviembre, thumb desde hace un cuarto de siglo, la sociológica nostalgia se apodera de la distancia para hacerse más grande que el tiempo, que eso es la relatividad en ciencias sociales y en los oficios clandestinos de la revolución que, cuando jóvenes, nos hizo volar la imaginación hasta lo indecible de las calenturas que son provocadas por el cambio. Y entonces parece que el tiempo no se ha movido ni un centímetro cúbico. Y entonces parece que la gente entrañable sigue en el mismo lugar donde la dejamos hace un cuarto de siglo, y todo se llena con el embrujo de sus sonrisas libertarias. Hora tras hora, hasta hacer de los minutos: torcidos escalones al cadalso de la historia frustrada de la liberación nacional. Día tras día, hasta hacer de las horas: las teológicas piedras angulares de un muro ideológico tan infranqueable como el de la pobreza o el de la frontera del norte. Mes tras mes, hasta hacer de los días: débiles eslabones de una memoria que está en ayuno permanente por causa del consumismo. Fecha tras fecha, hasta hacer de todos los meses: noviembre; hasta hacer de todos los días: once; hasta hacer de todos los años: 1989. Lugar tras lugar, hasta que todas nuestras ciudades y pueblos y países sean rebautizados, con dispensas de trámite, como Iguala, así como hace años todos los confines del mundo fueron conocidos como El Mozote y el Sumpul.
Todos los 11 de noviembre, desde hace un cuarto de siglo -un cuarto de siglo que tiene los años muy cortos o muy largos, eso depende de si somos de “los que no quieren recordar” o de “los que no podemos olvidar”- la memoria, la desconsolada memoria toma la palabra y arrincona, al menos unas horas, a la amnesia y la apatía. Año tras año -hasta juntar, con paciencia de diablo, unos seiscientos noventa y cuatro millones de segundos- solos, silenciosos, caminando sin red de protección sobre el altísimo hilo blanco del horizonte más inconfeso y pecaminoso, los hombres y mujeres que fuimos catalogados por los reaccionarios como “los tontos útiles” de la historia, volvemos al lugar de los hechos para ver si -a pesar de los crudos inviernos del olvido colectivo y la corrupción masiva- ha renacido la utopía que dejamos escondida. Y cada día son más los peregrinos; cada día es más grande la romería del pueblo de Romero; cada día son más los héroes, las heroínas y los mártires sin monumentos ni títulos de hijos meritísimos que se suben a la colina, porque cada día son más los motivos y más las desmotivaciones que hacen de nuestro país un polo de execrable expulsión de cuerpos y sentimientos.
Y son miles, y quien dice miles dice que no sabe cuántos son, pero que son muchos: los que -a medianoche, en silencio y a solas, burlando el retén fascinante y peligroso de la Descarnada- se fueron a refugiar en las gélidas y solidarias manos del exilio burocrático, huyendo de las manos óseas de los voraces escuadrones de la muerte; huyendo de las fauces de las mortuorias brigadas nacionalistas y, sin embargo, a pesar del peligro inminente que les respiraba en la nuca, tuvieron tiempo de ocultar bajo la almohada la utopía, para cuando volvieran de esa cruenta pesadilla que duró demasiados años y demasiadas lágrimas y demasiados muertos y demasiados insomnios; y son miles los masacrados por el ejército y por los cuerpos de seguridad del Estado en las calles sin justicia de la capital -y del capital- que no tienen lápidas hermosas, ni novenarios pomposos con café y pan dulce que los recuerden y les recen un Padre Nuestro perentorio.
Cada 11 de noviembre –ampliando la realidad- hay que recordar que los miles de desaparecidos por la dictadura militar reviven al tercer día en las oraciones agónicas de sus madres, abuelas e hijos no nacidos; hay que recordar a los millones de emigrantes que al irse se llevaron el cuerpo, pero dejaron el alma enterrada en el patio de la casa o en el cerco de la parcela hipotecada, y por eso la distancia es como agua hirviendo en el pecho cayendo gota a gota a gota, como si fueran segundos sin fin. Esos millones de emigrantes heroicos que, por voluntad propia, adelgazan hasta el límite de la desaparición física con tal de que las remesas engorden.
Cada 11 de noviembre –ampliando la memoria más allá de los conflictos militares- hay que recordar a los miles de niños de la calle que a pesar del hambre, el frío, el desamparo unánime y las violaciones consuetudinarias, todavía saben cómo sonreír y esperar juguetes nuevos en navidad. Cada 11 de noviembre –desafiando al tiempo-espacio- hay que recordar a los miles de jóvenes que son engañados con la música basura y son tragados por el mercado y sus baratijas… y, sin embargo, todavía desean ayudarle a su mamá para que las boletas de empeño ya no aúllen por la noche; a las maquileras que, a pesar del salario mínimo, llevan el alimento a casa y se deshacen en caricias con sus hijos; a los vendedores ambulantes que -a pesar del sol calcinante del mediodía y del contrabando de los grandes almacenes; a pesar de los inviernos y del alcalde burlado- todavía tienen fuerzas para vender la ilusión del mundo mejor y fiar discos piratas con canciones de amor; a las mujeres del mercado que, a pesar del tronar de dedos, todavía hacen cuentas cabales con sus clientes; al joven desempleado y sin universidad que, a pesar de la ignorancia, sabe cómo ayudarle a su hermano con los problemas de álgebra; a los expulsados de sus casas por los bancos con la ayuda oportuna de la Sala de lo Constitucional; a los niños buenos que se aprenden las tablas de multiplicar y la oración a la bandera con la luz de un candil; a las mujeres que venden la vagina para comprarle sueños perfectos a sus hijos; a los que son sometidos por la tiranía financiera de los colegios privados y son masacrados por los agobiantes y falaces libros de texto de Santillana que afirman que los centros comerciales son lugares de esparcimiento.
Cada 11 de noviembre, desde hace un cuarto de siglo, los exguerrilleros, exiliados, emigrantes, niños de la calle, maquileras, vendedores ambulantes, jóvenes sin universidad, mujeres del mercado… somos una sola persona.