La confesión, la trascendencia de la verdad
Por Wilfredo Arriola
Escribir desde el dolor no solo es inhumano sino también desleal para nuestras intimidades. Aunque, toda forma de arte lleva implícita una cuota de dolor, un dolor más trabajado y sobre todo con aspiraciones a la madurez, esa que tanto cuesta labrar con los años. No es tarea fácil, encontrarse con la sombra de uno mismo como le llama Jung, que es un acercamiento a la totalidad del inconsciente o también aquello que no reconocemos de nosotros mismos.
Para las cosas más importantes siempre se está solo, para decisiones que tomaran un rumbo en nuestras vidas, para bien o para mal. Desde la soledad definimos el bosquejo que somos y en ese camino de autoaprendizaje, tratamos de conocernos, aceptamos o rechazamos lo que nos agobia. Las cárceles transparentes son dibujadas desde el nublo de la mirada y la falta de asertividad para manejar los hilos de nuestro destino, que por muchas veces se descontrola.
Pero en el dolor, ¿en quién me convierto? ¿qué escondo? ¿qué develo? ¿de qué me alejo? ¿a qué me acerco? Una respuesta desde el punto que se mire se convierte en confesión, que es la trascendencia de la verdad. Una verdad —o mentira—modifica algo para siempre, la configura en nuevas posibilidades de mejoría o de estancamiento.
Hablo de la verdad como un punto de partida, como la única y legitima forma de comunicación, incluso cuando se miente se dice la verdad, y reside en que necesitamos negar algo, trastocar lo evidente, y esa es nuestra verdad, hacer uso de mentiras para encontrar otro fin. Al inicio, tocaba el tema del dolor como reflejo, como una reacción inalterable y sobre todo legitima, pero también apelaba al hecho de ser prudentes en esa verdad y que quede dentro los paréntesis de nuestro fuero personal. A pesar de lo que uno manifiesta internamente, como el dolor, el miedo, la tristeza y diferentes alteraciones humanas, no nos da derecho para el recurso de la mentira, es más respetable el uso del silencio, aunque a veces pudiera parecer el peor filo que corta la ansiedad.
“Confieso que he vivido” se titula un libro de Neruda, acerca de sus valoraciones de la vida, y en el título, deja ver parte de lo que hablamos, confesar, celebrar la verdad, llegarle a pecho abierto, a luz de medio día. Cada quién tendrá sus paisajes humanos, sus sensibilidades, la hidalguía de defender a un amigo en su ausencia, el reencuentro con seres amados después de tanto tiempo, la ayuda desinteresada, haciendo alarde de la universalidad de la cual todos somos responsables, la risa entre amigos que son felices y no lo saben. Me quedo entre tantos paisajes, con el reconocimiento de la verdad, con la escena del “me equivoqué, reconozco mi error” con ese cotejo de la verdad, donde lejos de humillarnos nos consolida, que somos humanos, que el error es parte de nosotros, que saberlo entender nos construye y el uso de la mentira nos descalifica. Esos que no abusan de la justificación, que de tanto en tanto, se les hace menos creíble.
Hay escenas, muchas, paisajes humanos, voces humanas como orquestas de melodías, formas de belleza, y en todas hay algo imprescindible, el reconocimiento de la verdad.