Alirio Montoya*
La dinámica del Derecho es una realidad que no se puede esquivar. De hecho, el mismo Hans Kelsen planteaba en su capítulo V de La Teoría pura del Derecho, denominado Dinámica y Derecho, aquella multiplicidad de normas que dimanaban de la Constitución. Algunas tesis de Kelsen han sido superadas porque el Derecho se va modulando en concordancia con lo que demanda la realidad, pero acertó muy bien en exponer una de las tantas formas en se manifiesta el Derecho como una estructura dinámica.
La teoría de la división de poderes no es la excepción. John Locke planteaba, antes que Montesquieu, la idea de la separación de poderes con cierta criticable modalidad, porque Locke proyectaba en su segundo ensayo sobre el Gobierno Civil, que el poder Legislativo naturalmente tenía la exclusiva reserva de crear las leyes. El poder judicial, esto es, los jueces, únicamente debían aplicar la ley formulada por el poder legislativo. Sucede que había una relación jerárquica y de subordinación, en donde los jueces cumplían un papel de vasallos al servicio del poder legislativo. Esa realidad cambió, la pretensión de corrección política la imprime Montesquieu, al precisar en el Libro XI capítulo VI de su obra El espíritu de las leyes; ahí deja entrever la labor de cada uno de los tres poderes del Estado, sin intromisión de uno sobre el otro. Pero nos encontramos con una realidad muy discutida. Montesquieu precisaba que el juez era la boca de la ley, la función del juez se limitaba a aplicar, sin más, las leyes formuladas por el poder legislativo. Aquí surgía la problemática en tanto que los jueces eran autómatas. Eso ha cambiado, aunque, puede que existan jueces en nuestro país que, por cobardía no se atreven a cuestionar las normas injustas. Decía Ronald Dworkin que el juez podía incluso fallar en contra de la literalidad de la norma. Más tarde Robert Alexy nos planteaba la pretensión de corrección en el Derecho.
Siguiendo con la idea de la separación de poderes afinada por Montesquieu, la finalidad de esa división de poderes estaba referida a que el poder del Estado no debía estar concentrado en una sola persona, en la persona del Monarca. Eso de concentrar y centralizar el poder en una sola persona, con el advenimiento de ese modelo de separación de poderes ayudó a desengancharse de las políticas de privilegio favorables exclusivamente a la familia y allegados al monarca.
En nuestros días, esa idea de Montesquieu ha ido cambiando y modulándose a formas de controles muy necesarios en nuestra democracia. Bruce Ackerman afirma que el poder no es que solamente no debe estar concentrado en una sola persona, sino que también el poder no debe estar concentrado en grupos de personas. El art. 86 de la Constitución es bastante ilustrativo, al precisar que habrá tres órganos fundamentales: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Me permito citar textualmente el tercer inciso del referido art. 86 Cn que es bien categórico: “Los funcionarios del gobierno son delegados del pueblo y no tienen más facultades que las que expresamente les da la ley”.
A estas alturas no requiere discusión ni estar recalcando cuales son las atribuciones de los órganos fundamentales. Lo que sí es pertinente reseñar es que en nuestra democracia es un imperativo que existan controles que conlleven a lo que denominamos pesos y contrapesos que son vitales en toda democracia, porque de no existir se cae en el riesgo que surja un gobierno autoritario y totalitario. Un órgano de Gobierno no debe fusionarse con otro, no puede llegar a una reprobable situación de sumisión hacia otro órgano de Estado. Eso propiciaría el terreno para el advenimiento de otra dictadura, de esas que bañaron de sangre nuestro país desde el 2 de diciembre de 1931 hasta muy probablemente 1984. Por ello es que debemos insistir que la separación de poderes se traduce en un dique contra la concentración del poder en una sola persona o grupos de personas, pero a su vez esa división de poderes en la versión contemporánea requiere de colaboraciones entre los tres órganos fundamentales de Gobierno. Asimismo, es importante que existan otros órganos que no obstante y no ser de los reconocidos como fundamentales, ejercen una función importante en oxigenar nuestra democracia.
El Tribunal Supremo Electoral ejerce una encomiable labor como árbitro de la expresión popular en las urnas. Es, en definitiva, el máximo tribunal en materia electoral, su rol es preponderante en la democracia salvadoreña. Así también tenemos un Tribunal de Ética Gubernamental, un Instituto de Acceso a la Información Pública. En fin, estas entidades estatales desempeñan una labor importante en el checks and balances.
Esas son nuestras instituciones democráticas que todos los funcionarios deben respetar para preservar nuestro modelo democrático. En estos días hay señales inequívocas de autoritarismo con miras hacia el totalitarismo por parte del presidente de la República. La labor de los intelectuales en este momento es de importantísima presencia, con el cometido de defender nuestra democracia frente a los hechos que van marcando por ahora el rumbo sesgado y antidemocrático que está caracterizando a esta administración. Recuerdo una frase del sacerdote jesuita Jon Sobrino: “En este mundo, en efecto trivial y gris, se necesitan personas que, por su forma de pensar, comuniquen luz y ánimo, y eso, nos preservará de la trivialidad”. Resulta necesario que el bloque de intelectuales se pronuncie en esta coyuntura, apelando a la defensa de nuestras instituciones democráticas. La división contemporánea de poderes está demandando la eficacia de nuestras instituciones democráticas. Quien esté pensando en silenciar a la oposición –el derecho de las minorías como diría Luigi Ferrajoli-, soslayar y aniquilar entidades como el Instituto de Acceso a la Información Pública, atentando contra esos pesos y contrapesos en una democracia, definitivamente se ha equivocado de época. Esas dictaduras quedaron sepultadas por el mismo pueblo y no es permisible que se manifiesten rescoldos antidemocráticos.
*Profesor de Filosofía del Derecho