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La cornada, de Alfonso Anaya, o el reverso de la “fiesta brava”

 

Luis Alvarenga

Entre muchas alegrías ha llegado a mis manos este hermoso y tremendo libro que se llama La cornada, escrito por mi entrañable amigo Alfonso Anaya. Activista social, artista, hombre comprometido con la justicia, Alfonso ha escrito este libro sobrecogedor acerca de una práctica de violencia que ha adquirido el nivel de tradición cultural: las corridas de toros. En su país, México,como sabemos, la tauromaquia sigue practicándose, al igual que en España, en Perú y otros países latinoamericanos. También en algunos lugares de El Salvador, aunque, en nuestro descargo, no parece que las “toreadas” de pueblo tengan todo el carácter sangriento que tienen en otros lugares. Los defensores de esta práctica argumentan que se trata de una tradición cultural y, por tanto, hay que conservarla. Efectivamente: es una tradición cultural procedente de la colonización española, pero que expresa diversas formas de violencia (y no sólo la practicada contra los toros, como lo muestra el libro de Alfonso), así como estructuras mentales de dominación.

Alfonso describe de forma detallada el ritual de la tauromaquia. No escatima en los detalles ni en las descripciones de cada uno de los personajes que intervienen en esa sangrienta puesta en escena que es la corrida de toros. Todos, mujeres, hombres, toros, caballos, mulas, todos tienen un rol asignado en ese espectáculo, en ese ceremonial de violencia que se pone en marcha todos los domingos. El lugar en el que se ubica la acción que nos narra Alfonso se llama San Pipirulando. Puede ser cualquier plaza de toros. La narración, al igual que las corridas, está estructurada en tres tercios (cada tercio implica una etapa en la tortura del toro), un arrastre y el epílogo.

El relato comienza pintándonos la apariencia colorida y festiva de la corrida: la aparente bravura, la supuesta gallardía de los toreros y la solemnidad de un ritual donde todo, desde los trajes de los toreros, alguacilillos, banderilleros y picadores; el paseíllo; el pasodoble titulado “Gato montés”, todo está diseñado para crear una impresión de grandeza ante el espectador. Pero esto es solamente apariencia. Como lo demuestra Alfonso, esto no es más que un montaje, una escenografía para ocultar lo diminutos y cobardes que son los participantes de la matanza. Una puesta en escena donde se oculta todas las torturas previas a las que son sometidos los toros para que lleguen sumamente debilitados a la corrida y el torero no tenga mayores riesgos en un combate desigual ante un rival inerme, rival al que han inyectado diversas drogas, sometido a diversos sufrimientos corporales de los más atroces y al que exponen a la tortura de escuchar a una multitud que los insulta.Lo mismo con los caballos: al caballo que no muere en una corrida, “los cosen, rellenan de estopa y aserrín y así son enviados de nuevo al ruedo”.

Esto es una muestra (“para botón, una muestra”, como reza uno de los capítulos del libro) de la brutalidad de la llamada “fiesta brava”. No es solamente violencia contra los animales. Ese es solo uno de los aspectos más evidentes. También es violencia contra las mujeres, las cuales no participan como toreras, picadoras o alguacilillas -se dice que es de mala suerte que una mujer ponga un pie en la pista donde acontece la lidia-, sino que, “enfundadas en esos grotescos trajes que las exhiben en ‘sugestivas’ formas, según las exigencias de las empresas para las que laboran; hcen tareas como extensión de los trabajos doméstivos, siempre de servicio a los otros, relegadas a entregar los programas, cigarrillos, propaganda de algunas empresas y ¡claro! sonreír tontamente, con afabilidad, portándose condescendientes a las sucias palabras, piropos e insolencias de los machos que asumen tener el derecho de decir y hacer cualquier cosa, incluso algunos, no pocos, les tiran la mano, les dan besos y se toman fotos con ellas”.

Y esto se debe a que “al macho, como al torero, lo invade la prisa, urgencia y la ingente necesidad de salir al ruedo a agredir, violentar, humillar, violar y matar”. Esto le da otra dimensión al hecho de que la tauromaquia es una tradición cultural. Lo es, porque expresa las dimensiones de la violencia colonial, sexista y capitalista. En la actualidad, adquiere también otras connotaciones. Si la tauromaquia es un espectáculo, en nuestra sociedad del espectáculo es una farsa dentro de otra farsa.

Acompañado de las obras plásticas de Álvaro Sánchez y Norys Centeno, así como de textos de rezos con motivos taurinos, este libro le da voces a las víctimas: en este caso, los Toros (así, con mayúscula), que revierten la violencia espectacularizada contra sus múltiples agresores. Los Toros explican las otras formas de crueldad que sirven de “entretenimiento”: las peleas de gallos y la explotación de los perros, no sin abordar el maltrato contra niñas y niños.

La cornada nos permite ver la brutalización a la que un sistema dominador colonial, misógino y capitalista somete a las distintas formas de vida, animales y humanas. La cornada de los Toros es el reclamo de la necesaria lucha por crear unas nuevas bases de nuestra civilización.

 

 

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