Con motivo del 39 aniversario de la muerte del periodista y poeta Jaime Suárez Quemain, reproducimos este testimonio, de como se rescató y conservó esta valiosa la colección,
LA CRÓNICA DEL PUEBLO
Una colección con más vidas que un gato
“Un legado guardado durante treinta años en la botella de un náufrago de la diáspora, al fin devuelta a las playas de la patria luego de un último viaje azaroso, como un modesto aporte a la recuperación de nuestra memoria histórica”.
Fredi Villalobos,
Psicólogo
En este instante mismo estoy frente a una colección completa del periódico La Crónica del Pueblo, la única que existe según parece. El director del periódico fue el Dr. José Napoleón González y su primer redactor en jefe, Francisco R. Avelar. Su último redactor en jefe fue Jaime Américo Suárez Quemain. El local del periódico estaba ubicado sobre la 6ª Calle Poniente, subiendo desde la Alcaldía de San Salvador.
Resulta difícil explicar que, personalmente siendo tan mía esta colección de periódicos, al mismo tiempo ella tiene vida propia. Son siete tomos que abarcan un período de dos años (1978-1980). Este pequeño tesoro ha sido mi alegría, mi desvelo, mi dolor y mi angustia durante todos estos años. He pasado mil aventuras para protegerlos de la destrucción.
Ahora, finalmente ha llegado el momento de entregarlos a quien es su único propietario: el pueblo salvadoreño.
Este diario y su contenido son, sin lugar a dudas, un aporte necesario en la lucha colectiva por rescatar la memoria histórica, como también de apuntalar objetivamente la visión que de la guerra y sus antecedentes tienen las víctimas y los oprimidos de nuestra patria.
Muchos se preguntarán, de manera muy natural ¿cómo estos periódicos fueron recogidos y guardados durante tanto tiempo? He aquí su historia.
En 1978 cursaba mi segundo año de psicología en la UCA. Viajaba todas las tardes desde la noble colonia Santa Lucía de Ilopango, hasta Jardines de Guadalupe en Antiguo Cuscatlán. Tenía que hacer un alto obligatorio en el centro para tomar la ruta 42 o la 7 frente al Teatro Nacional, únicos buses que subían hasta la UCA.
Un día de tantos compré el periódico. Me llamó la atención su novedad, ya que El Mundo era mi lectura vespertina habitual. Y esta Crónica me impactó por sus titulares grandes y gruesos, con noticias que no se leían en ningún otro periódico.
Me percaté de inmediato que tenía algo nuevo y revolucionario entre mis manos. La prosa era directa y clara, sin caer en el amarillismo de otras publicaciones de la época, que me irritaba tanto. Otra sorpresa agradable fue la abundancia de artículos sobre cultura general que incluía, abordando tópicos tan diversos como política internacional, literatura, cine, cocina e incluso moda y consejos útiles para el hogar.
Debido a su contenido informativo y sin tapujos sobre los actos de represión contra el movimiento obrero y campesino, la denuncia de los actos de corrupción y las masacres del gobierno pecenista del General Carlos Humberto Romero, era evidente que había que tener cuidado al comprarlo. Si los cuerpos “de seguridad” encontraban a alguien con un ejemplar de La Crónica, era una razón suficiente por la cual ser capturado, sino desaparecido.
Lo anterior explica en parte por qué faltan muchas fechas en los tomos. Algunas veces tuve que deshacerme de ellos cuando un retén paraba los buses, otras se los dejaba a algún amigo que me los pedía para leerlos. Otras tantas, simplemente no los encontraba, ya que se agotaban rápidamente. Los vendedores eran por lo general gente de edad, humilde y que los escondían entre otros diarios.
Recuerdo que una vez fuí hasta el local del diario para comprarlo. Al entrar, había un mostrador y una secretaria detrás de un escritorio, quien me atendió. En un momento dado salió un hombre delgado, con apariencia de intelectual -por los lentes y la barba-, quien me entregó el periódico solicitado. Fue la única vez que vi a Suárez Quemain. Lo reconocí porque había visto su foto y anuncios de sus poemas con su caricatura en el diario.
Al no terminar de leer los muchos artículos que me interesaban, fui acumulando los periódicos al lado de la silla donde me sentaba en el comedor, dejando la lectura para el día siguiente. Mi abuela materna aprovechaba también para leerlos y hacer recortes, sobre todo de las fotos de Monseñor Romero. Con el tiempo se formó una gran pila de diarios que tuve que guardar en una caja.
En 1980, después de dos intentos de atemorizar al director y los empleados del diario con bombas y un ametrallamiento, los Escuadrones de la Muerte lograron finalmente el objetivo de silenciar el periódico con el secuestro, tortura y posterior asesinato de nuestro querido Jaime Suárez Quemain, quien fue violentamente sacado del Café Bella Nápoles, lugar donde se encontraba con el fotoperiodista César Najarro. Éste había entrado casualmente al Café y al ver a Jaime decidió ir a saludarlo. Este breve saludo de pocos segundos le costó la vida.
El asesinato de ambos periodistas fue un golpe terrible a la libertad de expresión, pero más que todo, un golpe terrible al respeto por los derechos humanos y al derecho del pueblo de estar informado. Lo recuerdo perfectamente, por la manera cómo sucedieron los hechos, por el prestigio de las víctimas y el inmenso dolor que me causó la pérdida de hombres tan valiosos.
Al día siguiente, La Crónica dejó de existir. La fecha del secuestro de Jaime fue el último día que se publicó el periódico, el 11 de julio de 1980. Ése era un período en el cual El Salvador se encontraba en un ciclo de horror sin fin, que se había agudizado desde el golpe de estado de octubre del 79, golpe contrarrevolucionario auspiciado por la Embajada de los Estados Unidos.
Ante el auge y la fuerza ascendente de las organizaciones de masas, los organismos represivos del Estado implementaron medidas de contrainsurgencia que formaban parte de la estrategia de “Guerra de Baja Intensidad” del gobierno norteamericano. Entre tales medidas se encontraban las operaciones de cateo de vastas urbanizaciones populares.
Mi querida colonia Santa Lucía no escapaba a dichas medidas, efectuadas por los contingentes de la Fuerza Aérea de Ilopango, muy temidas entre la población de esa época, por la crueldad de su accionar durante los cateos. En vista de ello, y en un esfuerzo por salvar los periódicos sin poner en peligro la integridad de mi familia, decidí sacarlos de la casa.
Tuve la suerte de conocer a un colaborador que trabajaba en una pequeña imprenta cerca de la Corte de Cuentas. Me duele no recordar su nombre, ya que fue un personaje vital en la historia de mis diarios. Con la complicidad de un familiar, trasladé los periódicos hacia la imprenta, con el objetivo de encuadernarlos.
Debo subrayar que en ese momento conté con el apoyo de mi madre para el pago del trabajo de encuadernación, que fue de 500 colones. Ella fue también otra pieza importante de toda esta operación clandestina que contribuyó a la preservación de La Crónica.
Tres semanas después, terminado el trabajo en la imprenta, llevé los tomos a mi cubículo en el Laboratorio de Psicofisiología de la UCA, donde trabajaba desde 1981. Posteriormente, en enero o febrero de 1985, inicié mi trabajo como docente en la Universidad Francisco Gavidia (UFG), sobre la Alameda Roosevelt, llevando la Colección siempre conmigo.
Más tarde, en 1986, obtuve una plaza en el Departamento de Psicología de la Universidad de El Salvador (UES). Los diarios se quedaron bien guardados en el armario del laboratorio que había fundado en la UFG. Es fácil comprender que llevarlos a la UES hubiera sido la sentencia de muerte de la Colección, debido a las sucesivas intervenciones del ejército a nuestra Alma Máter. Ya a esas alturas, a pesar del peso y volumen de la misma, yo estaba completamente abocado a su protección.
La Ofensiva General de 1989 vino a cambiar completamente mi situación personal y familiar. En esa fecha era ya padre de dos cipotes de 4 y 2 años. La región metropolitana se convirtió en zona de guerra y vimos desembarcar soldados que dormían en el jardín de mi casa. Como todos recordarán, se dio además la masacre de los jesuitas, dos de los cuales habían sido profesores míos. En esos días recibí la advertencia de un amigo, quien me informó haber visto mi foto y nombre en un fichero de los cuerpos de seguridad. Rápidamente tomé la dura decisión de abandonar el país, con destino a Canadá.
Recuerdo nítidamente haber ido a la Gavidia en noviembre del 89, antes de emigrar, para solicitarle al Decano de Humanidades de entonces y amigo mío, Sebastián Olivella, que me guardara los diarios y los preservara de todo daño. No tenía más alternativa que dejarlos, ya que debía salir por avión con pocas maletas. Fue muy doloroso separarme de ellos.
Con un fuerte sentimiento de pérdida y de desarraigo, partí con mi familia en diciembre de 1989, año trágico y crucial en muchos aspectos. Además de la Ofensiva General del FMLN, también fue el año de los sucesos de Pekín y de la caída del Muro de Berlín, que como todos sabemos, fue el punto de partida de la implosión del campo socialista.
Debo decir que en los años posteriores a mi salida del país, di por perdida la Colección de La Crónica. No tenía ninguna seguridad de regresar, mucho menos de encontrar al amigo Olivella en su puesto. Supe más tarde que él había muerto, lo cual tuvo como efecto perder mis esperanzas de encontrar los diarios, si acaso regresase a la patria.
Por una conjunción favorable de circunstancias, esta historia terminó por tener un giro positivo. A mediados de los noventa, recibí una llamada urgente para resolver un problema familiar. Necesitaban nuestra presencia para un trámite y debía ir al país lo antes posible con mi familia.
Durante este viaje necesario, aproveché para visitar la UFG con la colaboración de un amigo de ideas y aspiraciones comunes. Afortunadamente, había sucedido algo increíble: el nuevo director de la Escuela de Psicología era un compañero de promoción de la UCA y buen amigo mío desde los tiempos de la secundaria. De inmediato tuve acceso a un viejo armario en el nuevo local del Laboratorio de Psicofisiología donde, ¡Oh, sorpresa! ¡Encontré intactos a mis bien amados tomos de La Crónica del Pueblo! ¡Saltaba de alegría como un padre que acaba de encontrar a su hijo después de largo tiempo!
El resto es fácil deducirlo: tenía que llevármelos. Como pude, metí los tomos en una sola maleta y pasé uno o dos días en Florida en la casa de unos parientes. Luego me los llevé en otro vuelo a Montreal, donde han convivido conmigo desde 1996.
Mientras la Colección dormía el sueño de los justos en mi biblioteca, concentré mi vida a proseguir mis estudios de especialización en neuropsicología clínica y a integrarme en el campo profesional de la readaptación. Durante este tiempo, dos o tres veces propuse a personas de mi país la idea de repatriarlos. Nadie tomó en serio mi propuesta, no lo vieron factible, no lo consideraron importante, no lo sé.
Casualmente contacté a una colega perteneciente también a mi promoción de psicología de la UCA (la de 1982), Paty Silva. Es a ella a quien debo la realización de un viejo sueño, devolver La Crónica del Pueblo, para que sirva a lo que debe servir: el rescate de la memoria de un negro período de nuestra historia, que nunca, nunca más debe volver a suceder.
Y también para que las víctimas de la violencia de esos años puedan disponer de un nuevo material con el cual continuar el difícil trabajo de reconstruir y difundir su visión de la historia, que contrarreste la versión de los opresores de siempre, que pretenden negar sus crímenes y catalogan a la vez como revanchistas las justas reivindicaciones de justicia y de reparación social del pueblo salvadoreño.
Llegado a este punto de mi relato, les cuento que hasta esta fecha estoy muy sorprendido de que la humedad, la polilla, o las cucarachas no hayan deteriorado los periódicos. Yo nunca tomé medidas particulares de conservación. Ellos están tal como los guardé siempre o donde me estuvieron esperando en oscuros armarios. Es simplemente increíble verlos tan intactos. Son diarios que realmente les digo: tienen más vidas que un gato.
¿Epílogo?
La historia de esta Colección superviviente no termina aquí. Ella ha sido donada al Museo de la Palabra y de la Imagen, quien de aquí en adelante es el depositario de La Crónica y único custodio de su preservación. La entrega se realizó en un acto en el MUPI, el jueves 28 de Julio de 2011, en el mes del periodista, en lo que fué un homenaje a todos los periodistas caídos, y en especial a Jaime Suárez Quemain y César Najarro.
El Museo de la Palabra y de la Imagen será igualmente responsable de los fines a los cuales deberá destinarse, salvando así el legado histórico de tantos hombres valiosos cuya fe en el pueblo y la justeza de su lucha era inquebrantable. Un legado guardado durante treinta años en la botella de un náufrago de la diáspora, al fin devuelta a las playas de la patria luego de un último viaje azaroso, como un modesto aporte a la recuperación de nuestra memoria histórica.
Ciudad de Montreal, Canadá, julio 2011.