Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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A poco que nos adentremos en los diversos paisajes de la vida, descubriremos un sin fin de contradicciones humanas que, en lugar de esperanzarnos, nos injertan en el alma desconsuelo y preocupación. Con sobrado fundamento, la globalizada ciudadanía, camina entre la conmoción y el horror, por el trato que dan los poderosos, o los extremistas violentos, a poblaciones inocentes y, en particular, a niños y mujeres. Sin duda; ante estas bochornosas realidades, verdaderamente tormentosas, necesitamos líderes con visión de futuro, no personas ancladas en el pasado, que se atrevan a soñar con otro mundo más de todos y de nadie. Por ello, deberíamos considerar nuestra razón de ser como especie vinculada, en su desarrollo, a la necesidad de la construcción de sociedades inclusivas en la que todos los actores son protagonistas. Resulta preocupante la reducción de los espacios democráticos, la proliferación de leyes restrictivas que limitan los derechos de los medios de comunicación y las libertades, la falta de compasión por vidas humanas, las graves violaciones que a diario se producen en todos los rincones del planeta por gentes sin escrúpulos; todo ello como producto de un enfermizo cohabitar de envidias, codicias, y luchas por el poder. Esperemos que algún día, no muy lejano, el dominio se ejercite con clementes propósitos y pase de estar, únicamente en manos privilegiadas, a ser un concesión de servicio con opción universal y tiempo acotado.
Hay poderes que se han vuelto verdaderamente torturadores; con medidas inhumanas, degradantes y crueles. Por ello, se me ocurre pensar que, coincidiendo con la fecha del Día Internacional en Apoyo de las Víctimas de la Tortura (26 de junio), fuese saludable recordar que este tipo de hechos que nos horrorizan, en virtud del derecho internacional, constituyen un crimen de lesa humanidad. De ahí, la importancia de investigar los casos de martirio, identificar a los responsables y ponerlos a disposición de la justicia. Por otra parte, deberíamos propiciar mucho más la referencia y el referente de las numerosas personas que se juegan la vida auxiliando, alentando, ayudando a sanar y a reintegrarse en la sociedad. En este sentido, considero muy elogiable la labor realizada por la Oficina de Derechos Humanos de la ONU, a través del Fondo Voluntario para las Víctimas de la Tortura, por su persistente apoyo psicológico, jurídico, social y económico. Desde aquí, doy las gracias a todos los donantes del Fondo y los aliento a que no desfallezcan y prosigan en esta tarea; pues, a mi juicio, hoy por hoy resulta imprescindible su labor. Esta es una vía que me parece que hay que potenciar, si en verdad queremos reparar deterioros y rehabilitar personas por el daño causado. En cualquier caso, todos nos merecemos ser respetados en nuestra dignidad, considerados personas, por lo que no es de recibo que persista cualquier tipo de tortura y se mantenga, aún en la actualidad, una cultura de impunidad. Un país donde queden impunes los activistas de suplicios, la desvergüenza de sus acciones viles, lo que hace es que termina por hundirse todo en el abismo, incluida la propia estirpe generadora del terror.
Ya está bien de hacer oídos sordos, cualquier tipo de crueldad deshumanizadora es inaceptable en todos los contextos y no puede justificarse bajo ningún concepto. Si se dice que “nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”, es nadie, porque más allá de reafirmar nuestra responsabilidad con los derechos inalienables de los seres humanos, tenemos el compromiso de alzar nuestra voz y tomar medidas en nombre de esas personas torturadas. A mi manera de ver, las sociedades tienen que aprender a resolver sus disputas de forma pacífica, con instituciones eficientes y lideres justos, donde prevalezca el derecho de las personas al desarrollo y se respeten las libertades fundamentales. Por desgracia, son muchos los lugares del planeta donde se sospecha que los servicios de seguridad suelen privar de libertad, arbitrariamente, a ciudadanos. Lo mismo sucede con la pena de muerte, el derecho internacional indica que sólo puede aplicarse cuando un tribunal competente haya emitido el veredicto, después de un proceso jurídico con todas las garantías que incluyan la representación legal y el derecho de apelación ante un tribunal superior. ¿Cuántas veces se obtienen confesiones mediante la tortura y la celebración de juicios sin garantías para los acusados, y se aplica esta pena capital, de la que tanto uso hace de ella los regímenes totalitarios y dictatoriales, utilizándola como instrumento de supresión de la disidencia política o de persecución de las minorías religiosas y culturales?. Sería bueno, en consecuencia, reflexionar sobre ello y pensar acerca de este tipo de penalidades, porque al fin, de lo que se trata es de recuperar individuos, no de encadenarlos perpetuamente, o de quitarles la vida como si fueran meros objetos.
Si la cautela en la aplicación de la pena, ha de ser el principio que rija todos los sistema penales, el respeto de la dignidad humana no sólo debe actuar como límite de la arbitrariedad y de los excesos de los agentes de los Estados, también conlleva que cualquier ciudadano, habite en el lugar que quiera, tenga siempre el horizonte de dignidad suficiente, cuando menos por encima del nivel del miedo. Téngase en cuenta que herir a una persona en su dignidad, por si mismo, ya es un crimen. Por tanto, siempre será una valiosa noticia que las instituciones de todo el mundo, como lo acaba de hacer el Parlamento, la Comisión y el Consejo Europeo, acuerden que estas terribles aberraciones dejen de cometerse con participación europeísta. Desde luego, tiene bien poco corazón, el aumento de las ejecuciones de pena de muerte, o el incremento de torturas, a las que no basta con oponerse, también hay que impedirlo con una contundente regulación global. “La sola idea de que una cosa cruel pueda ser útil es ya de por si inmoral”, decía el escritor, orador y político romano, Cicerón, en su tiempo. No le faltaba juicio, pues cualquier autoridad está obligada por mero principio a salvaguardar la moralidad pública, cuyas primeras y fundamentales formulaciones son normas de la ley natural, escritas en todas las mentes y por eso hablan en todas las conciencias.
Ya está bien de sembrar tantas crueldades; sin duda, la más necia, la del ser humano contra sí mismo. Se hace necesario, por consiguiente, comprometerse en favor de una asistencia más humanista, enriquecida con diálogo y con espíritu conciliador. En este momento, el nivel de la crueldad es tan grave que verdaderamente asusta a cualquiera, con el aluvión de incitaciones a la venganza y a la condena, mediante penas o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o de intimidar a esa persona o a otras. De todas maneras, ningún Estado permitirá o tolerará este tipo de hechos inhumanos o degradantes, pues es una violación de los propósitos de la Carta de las Naciones Unidas y de los derechos humanos y libertades fundamentales proclamados en la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ojalá el mundo se convenza de apoyar incondicionalmente a las víctimas de los mil tormentos que nos inundan en el momento presente, movilizando ayudas y previniendo nuevos casos para el futuro. Sin duda, saldremos ganando todos. Al fin y al cabo, nadie puede destruirnos, excepto nosotros mismos. ¡Qué pena, ser nuestro peor enemigo!