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La cuarentena

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

País diminuto que eres infinito en el imaginario y en los ojos de las tres divinas personas que amo hasta lo indecible; país azul, saqueado y asesinado por los Caín sin memoria que se disfrazan de políticos sin caducidad para robarnos, sin descanso, el dinero y la historia. Vecindario íntimo donde el chambre es tan fraternal como un beso en la mejilla dado en medio de la peste inquisidora; pequeña colonia de calles empedradas que nos abriga fuerte, solo porque sí, bajo la luz de faroles cuya luz proviene de luciérnagas; canchita de tierra sin porterías oficiales donde todos se conocen y todos son los mejores jugadores del mundo; cantoncito protegido por cercos de flor de izote para que el hambre no sea una pandemia incurable y para ser inmune a todo virus; nación pobre y misteriosa como tumba sin inquilino; geografía indómita de mujer única que conjura con sus ojos todos los contagios, no importa si vienen de China, de Italia, de Washington… o de la pobreza más fea; sangre nueva sobre sangre vieja hasta el punto fatídico en que no se puede distinguir una de otra; país lejano y cercano al mismo tiempo (como la moral es) porque el temor es un mercenario bubónico.

País diminuto en coordenadas pedestres e inmenso en solidaridades divinas que se embellece con la exponencial imaginación de los niños y los locos de corazón; terruño lleno de pasiones buenas que en los momentos de crisis quieren ser pervertidas para darle otra oportunidad al verdugo de siempre; país violín porque ha demostrado que, cuando sufrimos una fulminante epidemia de ceguera, se toma el poder con la izquierda y se ejecuta con la derecha como el mejor de los Stradivarius; país temeroso de las funestas bolsas negras que retumban en las fosas comunes y en el silencio atroz de los hospitales. País estremecido de norte a sur por un enemigo tan invisible y letal como la corrupción legal; puño y letra de los poetas necios en la utopía; país amenazado por los ochenta y cuatro jinetes del apocalipsis que cabalgan en corceles con inmunidad parlamentaria; calabozo y praderas que invitan a cortar flores para embrujar la nostalgia; país indefenso, ya sabrás cómo armarte hasta los dientes, pedazo por pedazo, ​pueblo por pueblo, alma por alma, miedo por miedo, esperanza por esperanza. Cárcel y praderas que seducen a los soberbios volcanes con el guiño de una vacuna milagrosa fabricada con lágrimas maternas que nos enseñan que el miedo y el valor son estados del corazón que impiden que gane el olvido.

País diminuto e inmenso como la rigurosa escuela de la calle que nos enseña a través de ancianos imbatibles y, para ser honestos, también nos enseña -por medio de maestros con cataratas en los ojos- que las palabras libertad y muerte son una cacofonía endemoniada, sobre todo en un país donde los políticos visten trajes que los hacen invisibles. Patria y tumba son -en los momentos de olvido- un pleonasmo descomunal o una paradoja espacial porque la patria sigue respirando bien ​en las canchas, las maquilas y los albergues de la cuarentena que hierven de historias heroicas como las de Boccaccio.

País profético en las misas y demagógico en los curules, lugares estos en los que la historia demuestra que sus inquilinos no saben ni mierda de la vida colectiva. Si Roque viviera ya habría escrito “pobrecito diputado que soy yo” creyendo que libertad, panteón, infección, son palabras agudas irrelevantes cuando se juntan en la calle; y que muerte no es una palabra grave o llana en los hospitales y en el imaginario. En estos días de la cuarentena y la peste bubónica que transmiten muchos políticos nos estamos olvidando de usar el acento prosódico en la familia y en la vida.

En las tierras ajenas a la cuarentena quieren que olvidemos que la culpa del encierro martirial será nuestra si acatamos los llamados de los perversos que quieren ver al país como una fosa común, como un improvisado hospital de campaña o como experimento político-electoral de un país-riesgo. Después de que nos engañen van a venir con eso de recuperar la patria verbal idealizada por ellos como un arca abierta solo para ellos; como un territorio de pastoreo de sus vacas y burros hechos a su imagen y semejanza; como una terraza hermosa en la que beberán su cafecito vespertino leyendo el estado de sus cuentas de ahorro. País cuarentena que abre nuestra alma al resplandor del cielo y del suelo, en estos días uno no hace lo que quiere y debe aprender a querer lo que hace, aunque duela la nostalgia en las manos vacías.

En estos días de una cuarentena tremenda que debería ser voluntaria, muchos no podremos peinarnos como si fuera domingo; no podremos ayudarle con los casos de factoreo a nuestro hijo; no disfrutaremos el placer orgásmico de meter un gol de chilena, pero qué importa si todo eso lo harán quienes queden de pie para poner en pie al país por nuestros hijos. Mejor juguemos a los policías y ladrones (los ladrones son los que se están pedorreando en un salón azul); juguemos al ladrón librado con un voto que dio por miedo a perder el cargo; juguemos al escondite con el virus, pero que cuente hasta diez millones antes de abrir los ojos; juguemos peregrina con los lugares infectados; o juguemos a hacer sombras en la pared para que nuestros hijos sepan que los más viejos no hemos olvido cuando la dictadura nos torturó los riñones y nos asesinó por jugar a una cuarentena furiosa disfrazada de clandestinidad revolucionaria… Entonces veremos sus ojos almendrados llenándose de rabia y luz por los duros golpes que recibimos para que no los recibieran ellos; y entonces dibujarán sonrisas al saber que sus padres no delataron a nadie o que usaron las puteadas como una forma hermosa de evadir las respuestas.

País pequeño en olvidos e inmenso en recuerdos dulcitos, cuando la cuarentena sea una hazaña que hay que contar, las calles y el color de los ojos y las caritas de los niños serán las que pongan las tildes; las cicatrices serán las correcciones ortográficas que los otros pondrán en las esquinas, en los cafés y en las paradas de buses, porque sabremos que una cosa es morirse de fiebre y otra cosa es morirse de estupidez.

En estos días de la cuarentena estamos obligados a hacer y a responder todas las preguntas, pero no para que quienes preguntan conozcan, sino para que quien responda recuerde. En esta cuarentena tan larga para unos y tan corta para otros, sufrimos todos o no sufre nadie, porque es mejor sufrir que desertar, ya que el desertor o el traidor no abandona a su gente, sino que abandona su alma.

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