Por Mauricio Vallejo Márquez
Recuerdo que con un lazo amarrado a una cubeta subían los ladrillos. Tenían cuidado para que no cayeran, pero siempre alguno terminaba extraviado y producto de la gravedad, terminaba hecho pedazos en el suelo dejando una huella de arcilla. Ese es mi recuerdo acompañando a mi papá Tony a supervisar la construcción de la segunda planta en la casa del Reparto Santa Clara. Creo que tenía menos de cuatro años y por eso es difuso el recuerdo. Sin embargo, me debe haber impactado en alguna medida para que tenga tan presenta la imagen.
Con los años se terminó olvidando concretar aquella construcción. Mi mamá Yuly inició otros tipos de adecuaciones y ampliaciones que no tenían nada que ver con la segunda planta. Llegué a sentir que jamás se terminaba de construir aquello y que en efecto, el nivel superior solo sería aquella apilación de ladrillos que recordaban los pilares de un castillo. Así se veía aquella casa de esquina de paredes de concreto sin toques de pintura y decoraciones de ladrillos de arcilla que todavía se encuentra en la esquina de la Calle México y el Pasaje Los Girasoles.
Como siempre había materiales de construcción y algo que hacer, mi mamá Yuly nos involucraba en la elaboración de mezclas de hormigón, en el traslado de ladrillos, la paleada de arena y otras acciones relacionadas a la albañilería. Quizá lo que más disfrutaba era pintar paredes con brocha y rodillo. Subíamos y bajábamos abarcando varios centímetros hasta blanquear las paredes y dejar en el olvido aquel gris que lo inundó todo en su momento.
Claro que la cooperación con los albañiles no era la única acción con herramientas de construcción. Cuando llegábamos a Tonacatepeque siempre las corrientes de lluvias lograban que la tierra de las calles aledañas soterrara parte de la entrada de la casa de la familia. Así que con un poco de esfuerzos abríamos la puerta para sacar palas y palear la tierra del pasillo, tierra que siempre volvía cubrir el pasillo de la entrada y como Sísifo volvíamos a la tarea de quitar la tierra cada vez que volvíamos. Aquello terminó hasta que era mayor de edad y se pavimentaron las calles aledañas. Aún tengo presente aquellas paleadas que me hicieron perder el miedo a cavar. Eso ayudó para otras actividades que nos ponía a hacer mi mamá Yuly. Una de las más trabajosas consistía en llenar un hoyo de fosa que ya no se usaba. Esas paleadas combinadas con el llevado de carretillas y apelmazadas nos entretuvieron con un objetivo que nos pareció claro. Lo que si escapaba de mi entendimiento era cuando realizamos agujeros cuadrados que medíamos con un metro, porque debía ser de metro cúbico cada uno. Con el tiempo supe que era una misión que le impuso a mi papá y a mis tíos, y que ahora nos tocaba a Jaime y a mí.
Todo aquello lo agradezco, cada una de esas actividades dejaron huella en mí y el recuerdo indeleble de mi mamá Yuly. Así que gracias a toda esa enseñanza no le tengo miedo a la cuchara de albañil.