Álvaro Darío Lara
Escritor y poeta
Aún recuerdo el teléfono del hogar de mi lejana infancia: 21-3357. Éste se correspondía a la mítica casa del centro de San Salvador, viagra a dos cuadras del colegio legendario donde estudié: el Instituto Cultural Miguel de Cervantes, mind y esquina opuesta a la residencia de don Francisco Gavidia, sickness justo también, a una cuadra de la ex mansión de don Benjamín Bloom, dueño mayoritario del Banco Occidental, donde trabajó toda su vida mi abuelo Candelario, y donde mi padre tuvo ese encuentro infantil con el filántropo, de quien recibió apoyo y protección, hasta que su filiación comunista en la universidad, los separó.
Naturalmente el teléfono, rojo bermellón para el caso, era de disco, y en ocasiones ostentaba un pequeño candado, que mi padre colocaba para asegurar que nadie de la familia se excediera en las llamadas. Incluso, había colgado muy cerca, un cartelito simpático que rezaba: “El teléfono se hizo para acortar distancias, no para alargar llamadas”. En esto era muy riguroso. Sin embargo, yo me las arreglaba, oprimiendo la tecla bajo el auricular, la cantidad de veces que el dígito reclamaba, y así, por arte de magia, lograba hablar con mis amigos. Otro ardid eran las llamadas a altas horas nocturnas, cuando el sueño dominaba los corredores y dormitorios de la casa; pese a todo, en más de alguna ocasión, fui pillado, por el oído de tísico de mi progenitor.
Memorables eran también los reclamos de papá, cuando nos llegaba el recibo telefónico de la desaparecida ANTEL (Asociación Nacional de Telecomunicaciones), bajo el califato, por esos años, de gruesos militares contrabandistas de whisky y dueños de antros de ardientes placeres.
Estas evocaciones me asaltan, ahora que asistimos a la caída de los teléfonos de línea fija, por obra y gracias de los venerados móviles (o celulares como les llamamos en el país), cada día más sofisticados, hasta el punto de causar verdadera angustia en una masa de ávidos consumidores, dispuestos a hacer lo inimaginable por adquirir estos codiciados aparatitos.
En El Salvador se mata, se prostituye, se roba, se hurta, se empeña lo que no se tiene, por un bendito teléfono. Igual ocurre con la ansiedad por el “saldo”. Se sacrifica la comida del hogar, la medicina urgente del abuelito octogenario, el ajuste para el alquiler mensual, por esa cuota diaria de uno a cinco dólares que miles y miles invierten con la mayor desesperación.
Según datos proporcionados por la Defensoría del Consumidor, se estima que en el país existen no menos de ocho millones de celulares, y que a cada connacional le corresponden un aproximado de dos. Ya que hay, quien los tiene, en relación al número de compañías existentes. Por otra parte, cómo ha cambiado la cultura familiar y ciudadana, urbana y campesina. Se habla a toda hora y en cualquier parte. Los peatones al cruzar la calle, los automovilistas en plena marcha, la muchedumbre en los atestados autobuses, la feligresía en el culto, los alumnos y maestros en plena clase. Además, todos envían y reciben mensajes de texto, e ingresan a las redes electrónicas con todas las opciones del mercado. La vieja kodak, el radio y la televisión ahora caben en una maquinita de escasos centímetros. Y todo esto, está bien, si no perdiéramos la perspectiva de lo que supone la comunicación humana en términos de realidad, y no de ficción.
Nadie en su sano juicio rechaza la tecnología. Sin embargo, parafraseando libremente, el rótulo que papá colocó junto al teléfono de antaño: la tecnología se hizo para acortar distancias humanas, no para alargarnos profundamente, volviéndonos -como ahora- extraños autómatas.
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