Iosu Perales
Cuando sus resultados electorales son buenos, los partidos políticos afirman que el pueblo es sabio, que sabe lo que quiere. Sin embargo, el pueblo se equivoca muchas veces, demasiadas. Tanto que algunos pensadores críticos no dudan en adjudicar a la ignorancia los males de nuestras instituciones, ya que sus directivas elegidas en las urnas han sido el producto de un gran error. Pongamos por caso el gobierno. Personajes como los presidentes Donald Trump (EE.UU.), Boris Jhonson (Reino Unido) y Bolsonaro (Brasil), son la demostración de cómo la mediocridad e incluso la idiotez es elevada al poder por obra y gracia del voto popular.
Esto demuestra que la democracia no es siempre la solución de los problemas, sino que ella misma puede ser uno de ellos. Ahora bien, si la democracia no garantiza la justicia debemos defender, en cambio, que es condición para que un país aspire a gobernarse en libertad. Es en esta dialéctica que la ciudadanía mundial se queja de que haya tantos países gobernados por idiotas, pero al mismo tiempo no acepta el regreso a las dictaduras y acertadamente defiende el derecho al voto.
Lo que estoy diciendo, con otra palabras, es que la presunción de que en democracia gobiernan los mejores es una falacia. Es suficiente con indagar en los comportamientos de muchos presidentes, por ejemplo norteamericanos, para saber que algunos eran felones, otros corruptos, otros engreídos… Reagan era incapaz de leer informes superiores a un folio, pero tenía el botón nuclear. Naturalmente ha habido presidentes ilustrados y libres de corrupción, admirados por la gente y luego vapuleados por esa misma gente. Son las cosas de la democracia.
El déficit de gobiernos de los mejores tiene bastante que ver con la deriva de la acción política hacia el campo del espectáculo donde tertulianos de televisión convertidos en oráculos jalean o linchan, premian y castigan, de tal manera que es demasiado frecuente elegir presidentes desinformados, poco cultos, y como consecuencia autoritarios. Abundan los presidentes que incapaces de entender que la política es respeto a la diversidad, diálogo y negociación, prefieren el abuso de la fuerza para no desvelar sus debilidades como gobernantes.
La elección de este tipo de presidentes es muchas veces un resultado indirecto. El votante elige a un candidato que le parece decente pero que una vez en el poder se vuelve rápidamente engreído, endiosado. En lugar de interpretar los apoyo recibidos como mandato a cumplir con lo prometido en campaña electoral, se apodera de la voluntad de quienes les han votado, confundiendo de modo premeditado entre intereses generales e intereses propios. Donde había un candidato que prometía una vida mejor, surge un presidente que con descaro antepone sus intereses particulares o de partido.
Cuando este tipo de presidentes triunfan, lo primero que hacen es depurar el estado y otras instituciones de quienes no son obedientes. Se alzan ante la opinión pública como hombres providenciales, por encima de la ciudadanía, y pronto lo hacen también por encima de la Constitución, de los otros poderes del Estado y de las reglas del juego democrático como es la libertad de expresión. Silenciar a los opositores, reprimirlos por vías judiciales, cerrar sus medios de comunicación o acosarlos, utilizar la represión laboral o de cualquier otro tipo como venganza personalizada, muchas son las formas de actuación de los idiotas. En esto, Bolsonaro y Trump encabezan la lista. Que cada lectora o lector haga su lista.
En todo caso la mediocridad no es patrimonio de una corriente ideológica y política. Se extiende como una mancha de aceite en todos los espacios de la política, llegando también a las orillas de las izquierdas. La mediocridad es un signo de nuestro tiempo, una enfermedad que deviene de las malas prácticas políticas y de su descrédito que hace que la política, como arte noble al servicio de la comunidad haya dejado de resultar inteligible para la mayoría de la población que se siente poco o nada representada. Por eso debemos estar vigilantes y ser autocríticos en nuestras propias filas para tratar de recuperar el principio de servicio al pueblo como la razón de ser de un cargo público y del propio partido.
Vivimos un tiempo en el que genialidades y hazañas de hombres y mujeres, en los campos de las ciencias, de la investigación, del deporte, del arte y la cultura, se compagina con comportamientos poco decentes de altos cargos públicos elegidos en las urnas. Comportamientos que no se explican por la formación universitaria: hay políticos brillantes y honrados que han sido soldadores, torneros o maestros, mientras que muchos políticos con títulos de licenciado o doctor son bastante idiotas. De modo que la mediocridad no se mide por los estudios reglados ni por la profesión.
La verdad es que cuando los mediocres llegan al poder podemos echarnos a temblar. El sistema no facilita que sobresalgan los mejores, los más brillantes, sino aquellos que no molestan demasiado al statu quo. Se puede hacer una lectura salvadoreña de lo ocurrido en las últimas elecciones presidenciales. El político mediocre vive para la inmediatez, excluyendo el pensamiento a largo plazo.