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La democracia patrimonialista

Salvador Ventura

Los acontecimientos sucedidos en Brasil donde el Senado destituyó como presidenta de la república a Dilma Rousseff, un hecho calificado de golpe suave, así como los procesos desestabilizadores seguidos por la “oposición” en Venezuela, evidencian como los sectores poderosos intentan recobrar los privilegios perdidos.

Los gobiernos de Brasil antes de la llegada del Partido de los Trabajadores (PT), se caracterizaron por estar al servicio de la oligarquía criolla y los intereses de los consorcios internacionales, prueba de ello es la situación de pobreza extrema en que sobrevivían millones de brasileños.

El presidente Luiz Inácio Lula da Silva, en el primer día de su gestión reunió a todos sus ministros, los subió a un avión y los llevó a los lugares más pobres del país. Quería que el titular de Hacienda y el presidente del Banco Central “vieran a ese país que no se queja, que no hace manifestaciones, pero que está ahí, que es real y verdadero. Eso quizá haya ayudado a cambiar las cosas”.

Lula conocía muy bien esos sectores. Salió de una de esas zonas donde es común que los niños vayan a la cama sin comer o pasen un domingo sin almuerzo. “Conocí el pan por primera  vez a los siete años –recordó el ex mandatario—Hasta esa edad el café que tomaba por la mañana era con harina de yuca. Sé que es la desesperación de una madre que está delante del fogón sin gas y sin lo más elemental para hacer comida para sus hijos…”

Al inicio de su gobierno el 10% de la población más rica cogía la mitad del dinero del país y les dejaba a los más pobres apenas el 10%. El cambio se produjo rápidamente al aumentar el salario mínimo en un 62% en cinco años, aun contra las voces que pronosticaban el crecimiento de la inflación.

Lo demás es parte de la historia que todos ya conocen: el gobierno de Lula da Silva sacó de la pobreza a 28 millones de brasileños, la agresiva política de los programas sociales y la mayor inversión hacia los sectores más desposeídos, la apuesta a la educación, el otorgamiento de becas y la creación de talleres vocacionales, hicieron el resto.

En la actualidad Brasil es una de las diez economías más importantes del mundo, pero al igual que se reproduce en muchos países, esto es de poca ayuda si no hay democracia ni políticas de distribución del crecimiento para evitar que el dinero siga en pocas manos y el pueblo siga pobre y desnutrido.

En Venezuela, antes del arribo al gobierno del comandante Hugo Rafael Chávez Frías, ocurría lo mismo. Las inmensas riquezas generadas por el petróleo iban a las manos de la minoría oligárquica y de las transnacionales que eran prácticamente propietarias de los yacimientos y de la distribución del oro negro.

En la extensión territorial de Venezuela, en las zonas marginales de las grandes ciudades, en el llano y en la costa, millones de hombres y mujeres sobrevivían en la pobreza, el comandante Chávez, conocía de esta dura realidad y no dudó ni un instante en iniciar las grandes transformaciones para combatir la desigualdad e inequidad en la sociedad.

La democracia patrimonialista de las familias oligárquicas comenzó a languidecer tanto en Brasil como en Venezuela, lo mismo en Bolivia y Ecuador, por supuesto no fue del agrado de ese reducido y ambicioso grupo de poder económico, al no tener acceso al “poder militar” para los tradicionales golpes de Estado, pusieron en práctica nuevos métodos.

En ello también tuvieron la ayuda y la complicidad del poder imperial y de pequeños grupos políticos siempre dispuestos a “echarse” unos cuantos centavos a sus bolsillos. Dilma Rousseff no es el la última víctima de esa democracia patrimonialista, al menos si las fuerzas sociales organizadas en América Latina no reaccionan a tiempo.

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