José M. Tojeira
Quienes trabajamos en derechos humanos nos sentimos profundamente entristecidos por la violencia y el crimen. Sabemos que la violencia ni tiene su origen en el actual gobierno, ni es la autoridad policial o la militar la fuente de la violencia actual. Pero nos preocupa, después de tantos años de sufrir múltiples formas de violencia, que no podamos superar sus efectos más brutales como lo puede ser el homicidio, el hambre o la condena a la pobreza de una tercera parte de la población. En el pasado sufrimos una terrible situación en la que el Estado fue protagonista de una brutal serie de violaciones de derechos humanos. Cuando la Comisión de la Verdad dio su informe, hace 25 años prácticamente exactos, nos decía que había investigado aproximadamente 22.000 casos de graves violaciones de derechos humanos. De ellos el 85% habían sido cometidos por el Estado, el 5% por las fuerzas guerrilleras del FMLN, y el 10% no habían podido establecer la autoría, dadas las condiciones del suceso y los pocos detalles que aportaban las víctimas. En este contexto los defensores de derechos humanos nos sentimos gravemente preocupados cuando cualquier crimen se protagoniza por o se da en un marco estatal. En esos casos no importa que sean pocos. El Estado tiene que perseguir con especial ahínco y esfuerzo cualquier delito que se cometa en su seno, desde la corrupción a, todavía peor, delitos contra la vida.
En ese contexto urge dedicar especiales esfuerzos a la investigación de la desaparición de Carla Ayala. El crimen cometido contra esta agente de la PNC se puede catalogar como un delito de desaparición forzada, dado el contexto en que ocurrió. Y como toda desaparición, es un delito permanente mientras no se encuentre, viva o muerta, a la persona afectada.
La desaparición implica además todo un conjunto de delitos y sufrimientos tanto para el desaparecido como para los familiares del mismo. En determinadas situaciones la desaparición forzada es considerada delito de lesa humanidad. En otras palabras, que estamos ante una situación muy grave. Y aunque la situación de la víctima es lo que más nos duele e impacta, nos preocupa también que el Estado, después de una época en que parecen superados los terribles abusos del pasado, pueda ser acusado de nuevo de delitos de lesa humanidad.
El caso de Carla es especialmente doloroso porque se trata de un miembro de la misma PNC, que es además pareja de otro policía. No puede ser que además de ser objetivo de las pandillas, de enfrentar en el país una violencia endémica y epidémica, tengan que sufrir abusos al interior de la propia institución. Abusos que se multiplican cuando la investigación no es la adecuada o cuando el apoyo a los familiares es escaso o nulo. Quienes por profesión o por principios nos toca defender y animar a las víctimas, debemos en el caso de Carla Ayala presionar especialmente a las autoridades en favor de la resolución adecuada del caso. Todas las víctimas merecen nuestro apoyo y respeto. Pero lo que no se puede permitir es que al interior de quienes están oficialmente encargados de proteger a toda la ciudadanía se produzcan este tipo de delitos contra los propios miembros de la institución. Los ciudadanos estaremos totalmente indefensos, o al menos peligrosamente vulnerables, si eso puede pasar al interior de una institución como la de la PNC, y el caso quedara impune o no aclarado plenamente, con todos los responsables debidamente investigados y judicializados según sea su responsabilidad.
Cuando los defensores de derechos humanos criticamos acciones o comportamientos policiales no quiere decir que despreciemos o nos guste atacar a la institución.
Todo lo contrario. Conocemos lo indispensable de la labor policial en la construcción de una sociedad pacífica, mucho más importante que la existencia o no existencia del Ejército. Por ello nos duele especialmente el crimen contra Carla Ayala y exigimos verdad y justicia en el caso.