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La encrucijada de la sociología: ¿qué hacer? (1)

René Martínez Pineda
Director Escuela de Ciencias Sociales, UES

Producto del desencanto pragmático de los jóvenes y de la desilusión utopista de los mayores, después de dos gobiernos de izquierda -ambos sentimientos forjados por la impaciencia como argumento electoral y, en el caso de la sociología, como argumento teórico- la sociedad salvadoreña es una encrucijada que tiene caminos claros y destinos evidentes: ¿el camino de la izquierda o el de la derecha? ¿El del pensamiento crítico o el del pensamiento neocolonizado? ¿El compromiso social que transforma o el individualismo que deforma? Sin embargo, la decisión del rumbo a tomar es muchas veces oscura y con un destino como regreso epistémico y político. Para la sociología, la encrucijada es una pugna entre las preguntas y las respuestas como acto simbólico de la pugna entre el cuerpo y la palabra; entre la ciencia pura y el compromiso mundano; entre la frontera norte y la utopía sur; entre la gnoseología del victimario o la de la víctima. El problema de la encrucijada es que las preguntas que manan de la desilusión y desencanto del salvadoreño son fuertes y apasionadas porque tienen que ver con el futuro (leer para memorizar o caminar para escribir lo inédito), y las respuestas son frías y frágiles, y hacen del pasado el destino (porque el pasado nunca pasa, en palabras de Boaventura de Sousa).

En lo que concierne a los sociólogos, la encrucijada es inexorable y las preguntas son agudas, y no solo tienen que ver con nuestra formación, sino también con nuestras decisiones políticas y opciones ideológicas, o sea con nuestra identidad cultural y de clase que son las que definen cuál de los caminos seguir -como sociólogos de carne y hueso y como ciudadanos- al llegar al cruce: el de las respuestas que caminan y transforman, o el de las evasiones que frenan y deforman. A diferencia de los años 70 y 80 del siglo XX (en que la sociología optó, calurosamente, por abanderar el compromiso social como deber y la revolución como utopía con uñas y dientes que redacta constructos teóricos, así como antes lo había hecho en defensa del capitalismo) en la actualidad el camino más transitado es el de las evasiones –teóricas y políticas- que frenan y deforman al no ser capaces de decodificar la realidad desde la piel del indigente y, por tanto, la reducen y complejizan más allá de sí misma (el sociólogo preocupado por el papel y las citas bibliográficas, no por los sujetos que investiga, a tal punto que se tienen miles de estudios que no han resuelto el problema de la distribución de la riqueza, aunque en el papel hacen desaparecer la miseria con falacias numéricas de desarrollo humano poniendo la palaba sobre los cuerpos), pues eso es otra forma de desligarse de la práctica que obliga a tomar una posición en y frente a la realidad.

Parados en el centro de la encrucijada podemos deducir que son tres los problemas que acosan a la sociología crítica en los últimos veinticinco años (lo epistemológico, lo político y lo cultural) y podemos decir, también, que ella se los buscó desde que fue parida en una fábrica textil. Son problemas paradójicos porque se producen en el imaginario que fundó a la sociología al tiempo que la negó en los márgenes de la Comuna de Paris. En los congresos, conversatorios, cátedras y tertulias, los sociólogos hablan de desigualdad social, de revolución, de pensamiento crítico, de equidad social, pero todo queda encarcelado en el papel, en la computadora, en la palestra, en los bares de los hoteles de lujo y en las ciudades conocidas gracias al dinero público, y no se produce la transmisión hacia las calles y caseríos de la sociedad; hacia los sujetos sociales que la conforman y forman. Difícilmente encontraremos sociólogos que nieguen el cambio, pero niegan la revolución buscando sus defectos; rara vez hallaremos sociólogos que se declaren de derecha, siéndolo, tanto por lo que dicen como por lo que callan; no encontraremos sociólogos que nieguen la necesidad del pensamiento crítico, aunque nunca toman una posición de clase en la lucha contra la injusticia que se libra en la calle y en los libros, porque para ellos la sociología crítica es aquella que solo critica a la revolución y sus intentos por instaurar la utopía. Sin embargo, para mí es difícil pensar en una sociología que no sea crítica y militante, así como es difícil pensar en una crítica que no tenga como objeto, refugio epistemológico y campo de batalla la sociedad.

Eso ha llevado, tanto a la sociología como a los partidos políticos, a barajar opciones diferentes dentro de la crítica y de la izquierda para hallar su identidad, opciones que, si son superficiales, se acomodan a las intenciones ontológicas para justificar las decisiones tomadas. En ambas, cuando toman el camino de la reproducción del capitalismo se observa un abandono de: los conceptos verticales; las calles como fuente de la teoría y la concientización; la dimensión política como razón de ser y, con ello, le hacen el juego a la burguesía, deshacen el juego de la revolución social como sustento teórico, y se ponen al servicio de la clase dominante vía consultorías, ambigüedades conceptuales y eternos estudios de posgrados, pongamos por pecuniarios y eruditos casos. Para quienes el capitalismo sigue siendo la mejor opción de los pobres, la sociología es científica cuando es pulcra y asexuada; cuando es directamente proporcional a la cantidad de citas bibliográficas en una página, e inversamente proporcional a la observación militante, acción que mal definen como “activismo político” para depreciarla como ejercicio intelectual.

En mi opinión, los sociólogos que se posicionan al lado del capitalismo y su clase hegemónica han sido neocolonizados intelectualmente, y por eso, para ellos: el burgués es empresario; la reacción histórica es derecha social; el individualismo es educación por competencias; el capitalismo es globalización; la hegemonía es sociedad de la información; la conciencia de clase es una tara social, es un espejismo o, en el más patético de los casos, es una marca mercantil o un título académico que los hace vivir como cierta, sin serlo, la movilidad social y el papel de opresor; la revolución social es una locura de los militantes que quedaron perdidos en las décadas de los 70 y 80 o, a lo sumo, es una alternancia en el gobierno que apenas cambia las reglas del juego; la muerte de la utopía es desilusión porque vista así es menos comprometedora.

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