SOTO LA MARINA
Lo primero que hicimos fue zambullirnos en el riachuelo, el viaje había sido extenso y con clima volátil, salimos en la madrugada de la Ciudad de México y recorrimos cinco estados antes de arribar a Soto la Marina en Tamaulipas.
Íbamos cinco adultos, dos niños y un adolescente en un LTD blanco Crown Victoria de ocho cilindros, comodísimo por sus espacios, pero botarata de gasolina, esto se acentuaba si se encendía el aire acondicionado, moverse en un carro de estos requería una refinería de combustible propia.
La familia de mi amigo poseía el rancho “La Esperanza” de varios centenares de hectáreas en ese municipio, me asombraba una propiedad de tal naturaleza, había estado en otras no tan inmensas y un cuerpo de agua cristalino es imprescindible en épocas de sequía y remedio infalible para saciar los poros.
Era temporada de estío, el sol se derretía como una mancha luminosa, chapoteábamos en el agua y mi amigo estaba empecinado en encender un viejo tractor con un remolque de redilas lleno de residuos de melaza. El río estaba a cinco kilómetros de la carretera, faltaba una hora de traslado sobre un camino de terracería para llegar a la casa.
Estábamos muy a gusto remojándonos la piel, aunque debíamos partir, apenas habíamos comido algunos tentempiés de jamón y queso, la idea de un asado se estropearía si el crepúsculo invadía el cielo antes de nuestra llegada, así sucedió. Nos retrasamos por una ponchadura de llanta, alguien había dejado unos cuantos clavos de dos y media pulgadas sobre el sendero, y menos mal, sólo fue un neumático.
El cansancio se apoderó de todos nosotros y al fin llegamos, era el casco del rancho en la que había dos casas de ladrillo rojo, en una vivía el cuidador, esposa e hijos, era pequeña, de una sola habitación con piso de tierra; la otra era de la familia de mi amigo, misma que ocupaban cuando se daban unos rondines por la propiedad, que eran escasos. La casa parecía abandonada a la suerte del polvo y según decía el cuidador debíamos evitar salir en la noche sin botas por aquello de encontrarnos serpientes de cascabel y escorpiones.
La cocina estaba fuera de la casa y la letrina se ubicaba a unos 20 metros. En el cuarto había dos camas matrimoniales por lo que nos repartimos cada uno cuarenta centímetros para dormir sin estorbarnos. Nadie quiso acostarse en el suelo.
Caímos vencidos por los párpados, el silencio de la recámara se interrumpía por el crujir de tripas que reclamaban alimento.
De los ocho viajeros, uno era un eminente doctor en sociología, tres estudiantes universitarios de ingeniería industrial y derecho, una niña y un niño hijos del doctor, la niñera y yo, que cursaba primer año de preparatoria y vivía obsesionado con la idea de dedicarme a la aviación.
Dos de los estudiantes residían en Monterrey y en otro tiempo habían compartido piso con mi amigo, yo conocía a uno de ellos, gritón, mal hablado, simpático y con la pigmentación epidérmica de un nativo de Calcuta. Ambos tuvieron la previsión de llevar consigo varios paquetes de machaca y tortillas de harina que devoramos en el desayuno.
Ver las tierras del rancho en la mañana era una experiencia formidable, la vista se extraviaba en límites ilusorios entre el cielo y el suelo, al fondo se vislumbraban unas cabezas de ganado en procesión y entre más lejos más ganas daban de llegar hasta ahí.
Había cuando menos otros seis trabajadores en el rancho que no estaban en la víspera, la dinámica del campo es opuesta a la de la ciudad, la vida comienza al alba y termina cuando se oculta el sol, el esfuerzo físico es preponderante y uno se gana el sustento, de manera literal, con el sudor de la frente y del cuerpo entero.
Fuimos a cabalgar unos kilómetros hasta los linderos de la propiedad adonde había una cerca de alambre de púas, según decía el cuidador el abigeato estaba al alza y él no estaba preparado a parapetarse con un parque tan reducido consistente en dos fusiles calibre 22 y dos escopetas de caza semiautomáticas sin aceitar. La postura del cuidador era comprensible, los abigeos a la hora de sus atracos utilizaban cuernos de chivo AK 47 y fusiles M 16.
Esa tarde nos dimos un festín de carne asada, y al llegar la oscuridad mi amigo les dio indicaciones a los jornaleros para llevarnos a cazar venados. Los niños y la niñera se quedarían con la familia del cuidador.
La idea de lastimar animales me revolvía el estómago, pero deambular por la noche en la propiedad saciaba con creces mi curiosidad de universo, al transcurrir la nocturnidad el cielo y millones de estrellas avasallaban la vista, uno se sentía ínfimo ante tal belleza.
Y partimos, me tocó un caballo tuerto por acompañante, se repartieron las pocas armas existentes, el eminente doctor se llevó una de las escopetas de caza que carecía de correa, mi amigo uno de los fusiles 22 a los dos estudiantes les correspondió el otro y al cuidador la última carabina.
Éramos los valientes cazadores haciendo ruido hasta por los codos, entre risas uno de los estudiantes sacó un pitillo de yerba verde, nos apeamos de los caballos y los colocamos en rectángulo para que funcionaran de alarma en caso de detectar víboras, todos fumaron menos el cuidador y yo, hacía frío.
Oteábamos hacia el sur del rancho cuando bajaron tres luces del firmamento a una loma, luego se elevaron a gran velocidad, yo nunca había visto ovnis, era un espectáculo maravilloso, danzaban en el cielo con una coreografía perfecta, pasaron más de diez minutos hasta que se perdieron entre las estrellas.
DESBOCADOS
A unos kilómetros aparecieron seis pares de luces que venían raudas en nuestra dirección, parecían tres camionetas ¿eran abigeos? Nadie tenía la certeza. Nos subimos rápido a los caballos y nos alejamos a galope.
Los siguientes fueron instantes de pánico, como eran caballos de rancho todos seguían a un líder y a sus instintos, se desbocaron y pusieron a prueba nuestra destreza como jinetes, el mío que era tuerto se asustó y huyó relinchando conmigo encima, el del eminente doctor lo siguió, me alejé de todos y a cien metros divisé la cerca de alambre de púas, jalé las riendas con todas mis fuerzas para intentar detenerlo, fue en vano, lo apreté con las piernas hasta que se detuvo metros antes de estrellarnos. Me bajé pálido del susto.
Aún tembloroso percibí una figura polvosa a lo lejos, era el eminente doctor caminando hacia mí, se había caído del caballo, venía todo raspado y había aventado la escopeta quién sabe dónde.
A los minutos llegaron todos, fue una noche colmada de emociones, resolvimos regresar a la casa, yo cazado por el espanto, los demás se burlaron de los reflejos felinos del eminente doctor.
El cuidador se quedó a buscar la escopeta, la rastreó por todo el trayecto, jamás fue encontrada, ni siquiera al escudriñar de día todo el terreno. Su pérdida sigue siendo un misterio, así como las luces danzantes en el cielo, ignoraba que kilómetros más allá en los poblados de Tampiquito y Nido de águilas las desapariciones de ganado bovino y humanos sucedían a diario.
Dicen que fueron causados por robavacas y extraterrestres, eso tampoco se supo ni se sabe, otra certeza absoluta es que jamás he vuelto a salir de cacería, práctica aberrante para mentes aferradas a la crueldad.
Hoy queda poco de lo que fuera el rancho “La Esperanza”, en abril de este año un incendio arrasó gran parte de la propiedad, el estado de Tamaulipas vive su peor sequía en cuarenta años.
Aún así me gustaría volver solo para ver bailar a las luces en el firmamento.
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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.
Ilustración del autor de Jonathan Juárez.
Fotografía de Gabriel Otero.
Fotografía cortesía Cañada de la Virgen