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LA ESCRITURA COMO OFICIO

Álvaro Darío Lara

Al joven narrador Gabriel Velásquez, con afecto.

Entre 1921 y 1926 el legendario narrador norteamericano Ernest Hemingway (1899-1962) vivió en París. Fueron años fundamentales en su formación y desarrollo como escritor y periodista. Hemingway mantuvo un contacto permanente con otros literatos norteamericanos y europeos que habían convertido la mítica ciudad en el centro neurálgico de las letras, las artes y la cultura mundial.

Estas vivencias fueron luego recreadas y testimoniadas en un estupendo libro “París era una Fiesta”, al cual me he referido ya en otras ocasiones, y que fue en mi caso, muy inspirador en mi adolescencia y primera juventud frente a mi vieja máquina de escribir, y junto a una fresca y luminosa ventana en verano; y espléndidamente lluviosa en el invierno tropical.  Recuerdo la ventana con tanto afecto, como los cigarrillos que fumaba viéndome con gran seriedad en mi oficio de novel escritor.

Eran decenas de cigarrillos que se amontonaban en aquel cenicero verde de cristal de roca, que probablemente había robado en alguna habitación de hotel. Un cenicero sólido que me daba tanta seguridad cuando apagaba el tabaco de entonces, incluyendo los habanos que siempre llegaban de formas misteriosas, y que impregnaban toda mi casa de un fortísimo olor, que para mí era un paraíso y la prueba contundente de mi más soberana soltería e independencia.

Por ello la conexión con el joven Hemingway me era tan próxima. Me veía como él junto a la página en blanco, escribiendo con pasión, casi con furia, tecleando con tanta fuerza, en el día, en aquella casa de desolada calle; y en la noche, espantando el sueño a más de un vecino. Y ahí seguían los cigarrillos y el café bebido a sorbos, como siempre ha sido.

Además de escribir en casa, también me gustaba leer y escribir en cafés y cervecerías. Escribía (y lo sigo haciendo) en cuadernos y libretas de pequeño formato, preferentemente con bolígrafos de tinta negra. También me gustaba pasear sin ningún propósito disfrutando la calle, la naturaleza y desde luego, observando a la gente, auscultándolos, escuchando sus conversaciones. Una visión que era (y es aún) ficcional. La gente y el entorno como personajes. Pensando siempre en historias; inventando historias, imaginando.

Decía Hemingway en el libro de marras: “Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era curdo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabía a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu”.

Desde jovencito, con los buenos escritores recibí una lección muy importante: “escribir mucho, corregir mucho, romper mucho, y publicar poco”. Eso fue capital para mí, y me salvó de terribles arrepentimientos por lanzar a la luz textos que francamente eran borradores. No digo con esto, que lo publicado sea valioso, meritorio, no; pero sí, ha sido realizado con absoluta conciencia. Por supuesto, que esta concepción, me trajo muchas limitaciones, al no publicar en su momento, obra que ya había sido revisada. Los extremos nunca son convenientes en esto. La justa medida, el equilibrio es, quizás, lo mejor.

Sigue Hemingway: “En aquel cuarto aprendí también a no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía hasta que volvía a empezar al día siguiente. Así mi subconsciente haría su parte de trabajo y entre tanto yo escucharía lo que se decía y me fijaría en todo, con suerte; y aprendería, con suerte, y leería para no pensar en mi trabajo y volverme impotente para rematarlo. Bajar la escalera cuando el trabajo se me daba bien, en lo cual entraba suerte tanto como disciplina, era una sensación maravillosa y luego estaba libre para pasear por todo París”.

Ha corrido bastante agua por los puentes, desde aquellos dichosos años. Años pletóricos de largas conversaciones con otros escritores, de revistas, suplementos, periódicos. Entre el periodismo y la docencia se me fue buena parte de la vida.

Por tanto, continuar la publicación de los inéditos que inicié con “Quiromancia” en 2019 bajo el sello Falena Editores es para mí, ahora, un imperativo insoslayable.

Confiar en la intuición, ser despiadado con lo escrito, desconfiar de los halagos y nunca revelar proyectos inmediatos son grandes enseñanzas que recibí de ese Hemingway de juventud, al que he vuelto siempre.

Ojalá los dioses –que son tan extraños- me permitan ir concretando lo que ya debe ser público. Ojalá.

 

 

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