Myrna Solano
Escritora
La escuela que me albergó en la infancia aunque pequeña y sencilla, nos arrullaba a todos con ese calorcito y patriotismo propio de las escuelas públicas de los años 80´s. Estaba ubicada dentro del entorno mismo de la colonia donde yo crecí, no era necesario un medio de transporte para llegar a ella. En ese refugio del saber que fue mi abrigo durante los primeros seis años de escuela había seis salones de clase y una dirección; cuyo techo de teja vibraba con el eco sonoro de la vieja campana que alegremente nos anunciaba los recreos y cambios de clase. Debo confesar que nunca me acostumbre a sus repiques pues me provocaban una risa nerviosa que contagiaba a los otros compañeritos de mi clase. A lo largo de los aulas se extendía un estrecho corredor seguido de dos pequeños patios, que se dividían en dos áreas de recreo que las niñas no debíamos traspasar al menos que quisiéramos resultar golpeadas. Un solo árbol de limones decoraba la escuela y uno de aguacates cuyos frutos nos causaban sobresaltos al caer en el techo; pero el aire fresco y generoso nos acariciaba en desmedida en los meses de Octubre. En un lugar apartado había también una pila de agua que se utilizaba para lavar los implementos de limpieza y donde también la maestra Chana bañaba a su pequeña hija, alumna de nuestra escuela.
Como la gallina a su nido la escuela nos protegía y en ella yo pasé momentos inolvidables que ahora comparto; como cuando despertaba la admiración de la señorita Gloria y mis compañeritos de clase por mi capacidad de memorizar con facilidad grandes cantidades de información; aunque no me parecía relevante me daba satisfacción o cuando participábamos en los coros de música folclórica que se celebraban fuera de la escuela. Yo añoraba más que nadie esos paseos fuera del aula pues crecí en un ambiente donde nuestros únicos viajes de familia eran destinados a los domingos de mercado con la abuela, al cementerio cada 2 de noviembre o al volcán para la colecta de los frutos que se vendían en el mercado y proveían el sustento de la casa, caso contrario mi hermana y yo debíamos esperar por las fiestas patronales o algún cabo de año o velatorio de un pariente de la familia para poder salir de casa. ¡Qué hermosa época aquella cuando mis ojos de niña traviesa todavía alcanzaron a ver florecer las plantaciones de yuca, mángales, jocotales, aguacates, y caimitos entre otros y el carbón que se producía en las entrañas del frondoso volcán de San Salvador!
En la escuela, la disciplina que formaría nuestro carácter recto y responsable era muy estricta, al igual que en casa, más nadie se quejaba, y aceptábamos toda reprimenda con un poco de llanto o enojo sí, pero nada que un caramelo no pudiera calmar o una ruidosa carcajada no nos hiciera olvidar.